Sábado 31 de marzo de 2018, p. a12
En los estantes de novedades discográficas esplende el álbum Dvorak. Stabat Mater (Decca), la más reciente grabación de esa partitura monumental.
La versión es oriunda: Jiri Belohlavek dirige a la Filarmónica Checa con su coro y decoro mientras el cuarteto canoro solista es de privilegio: Eri Nakamura, Elisabeth Kullman, Michael Syres y Jagmin Park; soprano, mezzo, tenor y bajo.
Es costumbre nacional en la República Checa poner en ebullición en vivo esta reflexión honda sobre la existencia.
La historia de esta partitura es cruda: Dvorak inició su escritura como respuesta a la pérdida de su hija Josefa, en 1875; abandonó el proyecto y lo retomó frente a nueva sacudida: su otra hija, Ruzena, también expiró meses después y apenas transcurrieron semanas cuando el último hijo sobreviviente, Otakar, también murió.
Stabat Mater significa: Estaba la madre (de pie frente a la muerte de su hijo), es de origen medieval e innúmeros compositores han tomado texto y tema para escribir etéreamente. El caso más (literalmente) sonado es el de Giovanni Battista Pergolessi, cuyo Stabat Mater es apreciado por su belleza, gracia y capacidad de consuelo.
Cuando muere el padre, la madre, se llama huérfano. Cuando muere un hijo, no hay palabras. No tiene nombre.
Dolor del alma.
Antonin Dvorak escribió un Stabat Mater, como lo hizo después con su Requiem, en un estado de meditación profunda: su tema es la vida, el espacio que habitamos, el tiempo que vivimos. Y también la inminencia de la muerte. Su muy próxima llegada.
Cierto, hay un sentido de tragedia épica; tal es el estilo de este gran sinfonista. Ocurren clímax continuos, estallidos orquestales, vastos territorios preñados de intensidad.
En particular, el uso de las violas (Dvorak fue violista) otorga el tono sepia coherente; los contrapuntos entre oboe y tenor, entre fagotes y mezzo, todo el conjunto de alientos-maderas con el coro, proporcionan una atmósfera etérea.
Dos modelos guían a Dvorak: su amado Bach y su admirado Verdi; en el primer caso, la fortuna lo acompaña: secuencias completas fluyen cual arroyo (eso significa bach en alemán, por cierto: arroyo) mientras en el segundo el resultado es una ópera verdiana, con sus respectivos pasajes solistas en sucesión del cuarteto canoro.
El formato oratorio impera, empero.
La masa canora supera en la versión original a la instrumental, estrenada la noche anterior a la Navidad de 1880; los números crecieron cuando Dvorak completó la orquestación que estrenó su amigo (integrante del triunvirato checo con Smetana y Dvorak) Leos Janacek en Londres, tres años más tarde.
Abundan materiales cromáticos, interludios corales, prosodia prístina cuando el verso tui nati vulnerati
, y un sentido nítido de esperanza.
El Stabat Mater de Dvorak es el más extenso de los existentes. Hora y media de alta intensidad. Muchos momentos nos remiten al bello filme checo Kolya, donde suena la música de Dvorak, la más sublime.
Sublime. Esa palabra me lleva al Stabat Mater ideal y real, el de Arvo Pärt: es tan hermoso que nadie al escucharlo piensa en dolor, muerte, tribulaciones. Sólo experimenta paz, serenidad. El dolor por instantes desaparece. El más cruento dolor. Un dolor indecible.
El Stabat Mater de Arvo es uno de los episodios tintinnabuli más bellos en su de por sí hermosa manera de escribir.
Escucharlo es como tomar de la mano a quien uno más ama en la vida y flotar, a salvo.
Está construido en simetrías de espejo: elementos de la antigua Grecia, formas poéticas audaces, puentes colgantes, esferas flotando en alta mar. Tintinnabuli.
Los elementos griegos: los pies poéticos, las unidades rítmicas, derivadas de antiguas danzas rituales: frases de pocas sílabas, largas y cortas en sucesión de oleaje marino.
Arvo alarga sílabas, las acorta, convierte un discurso de 24 minutos de música en la eternidad, dividida en 10 stanzas, en secuencias métricas de tríadas de notas (la base del sistema tintinnabuli) que viajan juntas, ahora en pareja, y nadan, bracean despacio, se toman de la mano y una es el espejo del otro.
Escribió dos versiones, siempre para soprano, contralto y tenor con acompañamiento instrumental, en el primer caso tres instrumentos encordados: violín, viola, violonchelo. Esa versión original, de 1985, se enriqueció en 2008, cuando Arvo aumentó a orquesta sinfónica, coro mixto y un oleaje calmo, a manera de cielo protector.
La versión primera es magia pura. En las notas al programa, Paul Hillier acierta, como siempre: Arvo otorga claridad. La mente se aclara, sale la luna, brilla el sol, la esperanza se renueva.
De la edición especial que dedicó Hillier con su Theater of Voices a los tesoros corales e instrumentales de Arvo, se suceden secuencias de nubes brillantes, olas protectoras y hallazgos asombrosos, como el que podemos activar en el track 8 del disco tres (Creator Spiritus); si escuchamos Una canción del peregrino (Ein Walfahrstlied), digamos de manera normal, estamos en estancia estable; la recomendación de Paul Hillier: usemos el fast forward del aparato reproductor y el resultado es fascinante: la música nos sumerge en un oleaje de colibrí: vuela tan rápido que parece que no se mueve: olas en altamar, cálidas, como un manto de luciérnagas que fluyen acariciantes, tranquilizadoras, en paz.
Suena tintinnabuli.
Escuchar esta música es igual a tomar de la mano a quien uno ama y con la otra mano asir una esfera brillante que flota en altamar, en calma.
Es el amor, mi alma.