Domingo 11 de marzo de 2018, p. a12
El investigador argentino Néstor García Canclini acaba de publicar su novela Pistas falsas: una ficción antropológica en la colección Narrativa del sello Sexto Piso.
El autor describe un mundo donde las grandes guerras se libran en el ciberespacio y las ciudades se han transformado en un tenue campo de batalla entre inmigrantes, exiliados, apátridas, y los dueños del capital
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Con autorización de la editorial ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de esta obra del también docente y crítico cultural
Me invitaron de una agencia de marketing a asesorar una encuesta sobre chinos en México y Perú, con un pago que me permitirá viajar, quizá a Oaxaca. Me voy a quedar unos días más. Quieren que los ayude a diseñar el cuestionario que aplicarán a chinos y a nativos de estos países sobre los estereotipos con que se miran.
Estoy sorprendido por los cambios en las encuestas. Eliminaron preguntas sobre nacionalidad, ocupación, familia, gustos de consumo y opiniones políticas porque esos datos ya los tienen capturados en la Central Internacional de Algoritmos. Están probando nuevas técnicas para conocer procesos, desviaciones, alianzas que no se revelan en internet. Sienten indispensable, por ejemplo, preguntar:
–¿Usted ha cambiado de sexo, religión o equipo de futbol? Sólo un sociólogo grande vestido como los jóvenes que antes en China también llamaban hípsters defendía que no debemos formular las mismas preguntas para chinos, mexicanos o peruanos. Cada grupo entiende de manera distinta, explicaba, qué es integrarse: ¿vale más el reconocimiento económico, hablar castellano o que las asociaciones chinas se adapten al orden jurídico del nuevo país? Una mujer decía que importaba si los extranjeros se casaban con los nativos, o invitaban a figuras públicas del nuevo país a sus fiestas comunitarias. Alguien recordó que debíamos preguntar si hablan en chino entre ellos cuando están frente a otros.
Las preguntas con las que se pretende averiguar qué pasa están formateadas por visiones ingenuas. Sirve poco que las asociaciones chinas en México y Perú paguen viajes de periodistas, encuestadores y políticos de estos países a Beijing, Hangzhou y Qingtian para que comprendan las costumbres y formas de organizarse. No logran captar las diferencias entre las nociones de fusión social y shehui ronghe.
La indiferencia ante las normas en las democracias occidentales complica todo: ¿cuáles serían las formas correctas de combinar créditos bancarios, préstamos entre paisanos y blanqueo de dinero? No es fácil distinguir el uso de armas y el aprendizaje de artes marciales.
Me ofrecieron contratarme para dictar una materia en la escuela de la agencia que les ayude a trabajar con los malentendidos entre culturas. Puedo imaginarme dando clases sobre cómo traducir, no sólo frases sino hábitos de distintas culturas. Pero me dan vértigo los puentes que hacen entre los sentimientos de los consumidores y las reglas del marketing. Vi que una de las materias se titulaba: Eres un dato en un algoritmo y las empresas te quieren.
Al mirar el programa de esta materia, encontré una historia de los fracasos y recomienzos de las industrias de la atención: desde cómo las televisoras y las redes habían captado y revendido la atención humana a los anunciantes hasta cómo los usuarios bloquearon la publicidad. Entonces cambiaron las maneras de promover sus productos. Personalizar los mensajes fue útil un tiempo, pero ahora enseñan varias técnicas y dicen cómo alternarlas.
Mi ilusión de huir de China mudándome a esta modernidad confundida se va desgastando. También el deseo de alejarme de las instituciones estudiando las experiencias cotidianas, sus modos de narrarse en la literatura y las redes. Los mercadólogos creen posible desentenderse del descalabro político y económico ordenando las experiencias en algoritmos. Les sirven para acertar en lo que los consumidores querrían comprar durante dos o tres meses. Cuando se sienten potentes para detectar creencias y gustos, para influir los comportamientos futuros, me recuerdan a Hitler convenciendo a los alemanes de que él podía (lo que fuera) porque había aprendido en las trincheras lo que no enseñaban en la universidad. Como los empresarios fraudulentos: logran que los voten quienes compran sus promesas de que en las fábricas y en las bolsas comprendieron lo que políticos y economistas ignoraban.
En China me alarmó que las salidas imaginadas para nuestro crecimiento inmanejable fueran para algunos volver al confucionismo y para otros las tecnorreligiones de Silicon Valley. Un árabe que vivió en California y París contó historias de cómo sus amigos fundamentalistas se burlaban de la pretensión de los estudios de mercado que cruzan signos de actuación social para predecir resultados electorales. Por ejemplo, cómo descubrieron en Francia los engaños de la secta Takfir a fin de despistar a los que observan las conductas islámicas para detectar terroristas. En los cursos en que los imanes los entrenan para los atentados, al mismo tiempo que los radicalizan en la mística les enseñan a no cumplir las reglas sagradas: vestir ropa occidental, beber alcohol, escuchar música y bailar, ver televisión y consumir cerdo. Se integran con Occidente para escapar del radar.
Si esta agencia mantiene contratadas a unas cuarenta personas ¿no es porque espera que diagnostiquen mejor que un robot cuando registra no sólo los comportamientos declarados por los encuestados sino también sus pequeños gestos faciales, los mensajes encriptados, las historias clínicas que los hospitales venden o les hackean?
Estoy escribiendo a mano este diario para que nadie capte experiencias que deseo mantener mías. Por ejemplo, la razón que me acabó de decidir a no aceptar la vacante que me ofrecieron en esta agencia. Supe que habían matado al investigador que ocupaba ese cargo porque también trabajaba anónimo en una organización de periodistas dedicada a informar de asesinatos del narco y del gobierno. Cuando los homicidios a periodistas en México llegaron a doscientos cincuenta en diez años, quienes escribían sobre estos temas dejaron de firmar. El mismo que ocultaba su nombre para poder hablar sostenía a su familia espiando en esta empresa gustos y opiniones de consumidores.
No quiero dedicarme a perfeccionar pautas matemáticas ni pistas para sospechar. Me atrae la penumbra que envuelve mis decisiones. Si en algo creo es que Google no puede descubrir, ni cruzando todos mis correos, mis conversaciones espiadas, las vacilaciones de mis informes de arqueólogo que va volviéndose antropólogo, en qué país voy a vivir o cómo seguirá mi relación con Elena.