Cultura
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Los 50 años de la galería Arvil
A

unque se llamen Armando Colina y Víctor Acuña los conocemos como los Arviles. Arvil proviene del primer nombre de cada uno: Ar de Armando y Vi de Víctor y l de libros, porque lo primero que hicieron estos dos mecenas fue trabajar en una librería. Ambos altos, muy bien trajeados, muy serios, apenas si pestañean; parecen dos benévolos banqueros. Obtuvieron la Medalla de Bellas Artes como promotores culturales y la Medalla de la Universidad porque en Arvil lograron hacer grandes exposiciones históricas. Imagen de México resultó espectacular. Viajó a Frankfurt, Viena y finalmente a Dallas, y es una de las muestras de México que más impactó en Europa. Si Fernando Gamboa hizo que el arte de México atravesara el Atlántico en los años 40 y 50, los Arviles siguieron su ejemplo con El mundo de Frida Kahlo que se exhibió en Frankfurt, La Haya y Houston. De Francisco Toledo lanzaron la colección Zoología fantástica, basada en textos de Jorge Luis Borges, que se expuso en 70 sitios del mundo, en Japón, Francia, España y Estados Unidos. Su labor ha ido más allá de la de galeristas, porque estas magnas exposiciones promueven nuestro arte, y la labor de educadores y protectores de la pintura de Armando y Víctor salta a la vista.

Ahora frente a mí, sentados en sillones de cuero, esperan con resignación la inevitable entrevista. Los conocí gracias a Carlos Monsiváis, porque le ofrecieron una cena en su casa de Las Lomas, situada en lo alto de una montaña que se alcanza por medio de una escalera en la que cualquier bombero perdería el aliento. En lo alto, otro incendio aguarda a los invitados, el de una colección de cuadros fuera de serie que se les viene encima y los deja extasiados.

–Monsiváis fue gran amigo nuestro –dice Víctor Acuña con una sonrisa simpática. Pasaba seguido a la galería porque los sábados venía con El Fisgón (Rafael Barajas), aquí enfrente, a ver que encontraba en los puestos de los anticuarios.

–Creo que donde más contacto tuvimos fue en las reseñas de cine, en el Auditorio y luego en el Cine Roble, a las que íbamos siempre –interviene Armando.

–¿Cómo se explican que alguien como Monsiváis, que no tenía un centavo, pudo hacerse de una colección de pintura, grabado y fotografía tan importante? ¿Fue por su pura inteligencia?

–Compraba muy apropiadamente cuando no era muy importante lo que adquiría ni estaba de moda, y a precios muy accesibles. Así como El Fisgón compró en el momento oportuno. En nuestra época sería imposible hacer lo que él hizo, comprar lo que compró en su momento, porque ha cambiado mucho el mercado. A partir de Monsiváis y de El Fisgón empieza a haber mercado.

¿El Fisgón y Monsiváis pudieron crear todo un mercado? Eso es importantísimo.

–Sí, porque escogían piezas que a quién le iban a interesar. Si las ves individualmente tienes que tener visión para saber que en conjunto van a adquirir un valor enorme. Monsiváis y El Fisgón fueron visionarios.

–¿La amistad de Monsi con Toledo seguramente propició que aumentara el valor de su colección?

–Sí, claro. Monsi tiene 65 toledos –me dice Armando– y la galería Arvil hizo una exposición que se llamó Toledo-Monsiváis.

–¿Por qué se interesaron tanto en ayudarlo? ¿Por qué siguen haciéndolo ahora en El Estanquillo?

–Nos dejó la responsabilidad de manejar su colección; somos miembros de los Amigos del Museo. Nos puso ahí al lado de su prima Beatriz. Rafael Barajas funge como curador.

–¿Eso significó una responsabilidad tremenda para ustedes?

–Para nosotros sí, no porque la colección represente muchísimo dinero, sino porque el conjunto de la obra es un documento extraordinario. Además, si viste la exposición de Bibliofilia adquieres una idea muy clara de la pasión de Monsiváis por 560 libros y documentos que evidencian su visión y amor por la cultura. Es infinito el número de periódicos, caricaturas, grabados. Tiene una colección inmensa de fotos.

–Sí, me voló un dibujo de Eisenstein porque me decía: Tú no lo vas a cuidar.

–Quedó en buen lugar. Nosotros lo quisimos mucho. Cuando cumplió 70 años hicimos una cena para él.

–¿Por qué crees que se daba a querer a ese grado?

–A mí me despertaba una especie de ternura, aparte de gran admiración –dice Armando. Fue muy generoso con nosotros e hicimos varios libros. Para darte un ejemplo, El nuevo catecismo para indios remisos. Víctor consiguió con un anticuario de Puebla 72 placas de Tlaxcala y de Puebla de los siglos XVIII y XIX que provenían de iglesias y sacristías. Las mandamos limpiar porque estaban en muy mal estado y las imprimimos para ver las imágenes. Se las mostramos a Toledo y él dijo que quería intervenirlas. Al verlas, Monsiváis dijo: Yo escribo. Es su único texto de ficción. Las placas se las donamos a Toledo porque pensamos que tendrían un mejor destino en sus manos. Están en las mejores manos que podían estar –concluye Armando.

–Iniciamos esta galería el 15 de mayo de 1969 –dice Víctor. Armando y yo trabajábamos juntos en la Misrachi, frente a Bellas Artes. La tienda de arte y librería era una maravilla porque teníamos revistas, periódicos, regalos, además de la galería. Éramos dos de los muchos empleados de Alberto Misrachi. La tienda era muy grande y fue nuestra universidad.

–¿Cómo se hace para vender algo? ¿Agarras a un cristiano y le dices: Ándele, cómpreme esto?

–Yo –interviene Armando– empecé de la manera más humilde, que era trabajar en las noches en un turno de siete a 11 que me convenía, por el sueldo extra. Tendría yo 18 años y me ocupaba de la librería. Fue muy bonito. Quedé huérfano a los 16 años y había que trabajar para comer, por eso me quedaba de siete a 11 de la noche. Para mí, la pintura fue un descubrimiento, porque nunca antes tuve acceso a ella. En mi casa había periódicos, revistas y algunos libros, pero nunca la variedad de Misrachi. Fui feliz y resulté buen empleado, porque Alberto Misrachi me pidió que entrara de tiempo completo: de las nueve de la mañana a las 11 de la noche, con dos sueldos buenos. Víctor entró después.

–¿Eres más jovencito, Víctor?

–Un poco. Tengo cuatro años menos que Armando, quien cumple 83 el 30 de marzo, yo cumplo 79 también en marzo.

–¿Para vender un cuadro hay que cotorrear muchísimo?

–Aprendimos, éramos muy jóvenes, no teníamos ninguna experiencia en ese ramo.

–Recuerdo que en la galería Misrachi, de la avenida Juárez, entraban muchos gringos.

–Ahí vimos desfilar a Siqueiros, al Dr. Atl, a Juan Soriano (recuerdo que en la calle de Hamburgo expusimos 50 obras desconocidas del Dr. Atl y 75 dibujos a lápiz de color de Francisco Toledo); en fin, todos los artistas importantes de aquella época pasaron por nuestra galería. Y todos los coleccionistas. Acuérdate, Elena, que el presidente de la República despachaba en el Palacio Nacional. Todos los que tenían que ir al Palacio pasaban por Misrachi, que tenía una vitrina fantástica sobre la avenida Juárez. Empezamos a trabajar muy jóvenes, sin experiencia; la galería de Arte Misrachi fue nuestra universidad. Ahí nos interesamos por la pintura, la música, la literatura, la poesía.

–¿Cuántos años han vivido juntos?

–Sesenta años.

–Qué bárbaros, merecen un premio.

–Lo que empezó como un trabajo para ganar un sueldo se volvió una obsesión y el arte se convirtió en nuestra pasión. Después de Misrachi, Víctor trabajó en la RCA Víctor. Montó un departamento de música clásica y la introdujo en México; yo abrí la sucursal de Misrachi en la Zona Rosa. Ahí conocí a una pareja muy simpática, Hans Beimler y Anita Boyer, canadienses. Un día, Anita me dijo: Armando, ¿por qué no hacemos una librería elegante, fina? Yo había tenido un problema con el primo de Alberto Misrachi, quien me espetó: Ni eres judío, ni eres pariente. Hasta aquí llegaste. Cuando Anita me hizo la propuesta de hacerme socio, abrí Dalis, por Discos, Arte, Libros: Dalis. Estuve seis años ahí hasta un día que tuve problemas con mis socios y le propuse a Víctor: Tú y yo sabemos hacer esto, ¿por qué no nos lanzamos? De ahí surgió Arvil. Míranos aquí, 50 años después. Empezamos en un local en Hamburgo 241, casi esquina con Sevilla y Praga; ahí duramos ocho años. Nuestra primera pasión fueron los libros y la música. Intentamos tener un gran acervo de los libros más sofisticados. Por decirlo de alguna manera, nos especializamos en libros de arte del mundo entero y encontramos muchos compradores, Luis Barragán, entre otros. A nuestra librería llegaban los intelectuales. Álvaro Mutis tenía su despacho muy cerca de Arvil, se aburría en su oficina y venía a vernos. Si había algo urgente, ya sabían dónde encontrarlo. McCann Erickson, la agencia de publicidad número uno que dirigía Chaneca Maldonado, nos quedaba cerca y nos caían García Márquez; Jomí García Ascot; Fernando del Paso; Silvia Lemus; Eugenia, la hija de Alfonso Caso, muy guapa; María Luisa Mendoza. Todos pasaban a vernos porque éramos los únicos que traíamos libros del mundo entero.

–También la American Book Store de Bob Hill…

–Pero eran libros en inglés. Nosotros los teníamos en francés, chino, japonés, alemán, arte, arquitectura, teatro, danza, diseño, obras fantásticas que no se conseguían en ninguna otra parte. En esa época, en los años 70 nadie tenía acceso a esos libros. Ahora sí es muy fácil.

–Se volvió un lugar de encuentro de la inteligencia –tercia Víctor– porque lo que ofrecíamos era inencontrable. Algunos intelectuales nos culpan de su cultura, Alberto Ruy Sánchez y Marcelo Uribe acudían al menos una vez por semana. Ahora que estamos recibiendo los textos para el homenaje de nuestros 50 años, nuestros seguidores nos hacen ver en qué grado influimos en ellos. Muchos acompañaron a sus padres cuando era niños, obviamente no compraban, pero hojeaban los libros. De todos, el más constante fue Alberto Ruy Sánchez. Obviamente Carlos Monsiváis nos buscaba porque teníamos revistas que le hacían falta: Plays and players, Films and filming, que para su programa en Radio Universidad fueron básicos, como Cahiers du Cinema.

–También nos interesó la danza – interviene de nuevo Víctor– la música. Fuimos muy amigos de Ana Mérida. Por ella conocimos a su papá y nos hicimos fanáticos de su obra y su persona. Lo cuidamos, lo acompañamos.

–Cuando empezamos en Hamburgo –cuenta Armando– la librería era lo importante, la galería era sólo un pequeño espacio al fondo. Hicimos exposiciones de tal envergadura que ya para el tercer año tomamos el piso de arriba porque la galería creció; ese fue el fin de la librería. Era difícil hacer las dos cosas. Un galerista serio tiene que leer miles de catálogos, críticas de arte, conocer bien a su clientela para saber qué sugerirle. En el caso de Barragán sabíamos exactamente que lo japonés era su gran interés. Fue un trabajo muy bonito porque hemos entregado nuestra vida a la promoción del arte en México y en el mundo, y ahora nuestro currículum tiene más de mil entradas, además de las 80 exposiciones de Frida Kahlo en las que participamos y la de cinco mujeres que tuvo enorme éxito: Carrington, Izquierdo, Rahon, Kahlo y Varo.

–¿Están muy satisfechos con su vida?

–Nos asombra haber llegado a los 50 años porque que una galería dure tanto es un milagro. Nunca sabes si vas a vender. Ya estamos establecidos, hemos hecho colecciones para compradores reconocidos. Ha sido un trabajo muy iluminante y enriquecedor porque varias personas confían en nuestro gusto y conocimiento. Cada vez que encontramos una buena pieza la proponemos a un coleccionista. En México el mercado ha cambiado, se ha enriquecido y encarecido. Cuando abrimos no existían las subastas de arte latinoamericano de Christie’s y Sotheby’s que crearon un mercado internacional de gran calibre. Nuestras colecciones llegaron a Europa y Estados Unidos –cosa difícil– aunque Inés Amor vendió mucho a Estados Unidos y a Europa. La suya fue una época gloriosa para México. Creo que hay más riveras en Estados Unidos que en México. Su cliente, el actor Edward G. Robinson, hizo una colección importante de riveras cubistas, de fridas. Inés fue realmente un parteaguas. Mariana y Alejandra mantienen el mismo espíritu. Hemos logrado tomar al cielo por asalto y ahora cantamos: Para subir al cielo/ se necesita/ una escalera grande y otra chiquita.