legaban al café-bar a media tarde. Escogían siempre la misma mesa, junto a uno de los ventanales que daba sobre la plaza Maubert-Mutualité, a orillas del barrio latino. Cuando su
mesa había sido ocupada por algún usurpador, eran capaces de llegar a actos tan violentos como derramar por accidente la taza de café del intruso, haciéndole, en un silencio glacial, la vida imposible… en ese lugar.
Una vez instalados, uno frente a otro, abrían sus respectivas computadoras y se ensimismaban en sus actividades informáticas sin decirse una palabra. La pareja era joven, un hombre y una mujer atractivos al menos por la edad. Si no se hablaban entre ellos durante las dos horas que permanecían en el café, me percaté que no eran mudos pues respondían a su celular, aparato que se pasaban uno a otro. Sonreían al interlocutor invisible sin cesar una conversación animada.
La curiosidad me condujo a un espionaje vergonzoso de mis vecinos durante las tardes. Procuraba lanzar ojeadas a las pantallas de sus computadoras, tratando de descubrir a qué actividad consagraban tanta pasión. ¿Hacían una investigación en vías de una tesis? ¿Navegaban informándose de la situación mundial? ¿Eran escritores?
A principios del verano, se me presentó la ocasión, y a la ocasión la pintan calva, de dirigir la palabra a la joven, quien vino sola al café. Me precipité a ofrecerle mi encendedor cuando la vi buscar el suyo para encender su cigarro (aún era permitido fumar en lugares públicos). La chica me lo agradeció con una sonrisa fija, algo mecánica. Con rapidez, antes de verla sumirse de nuevo en sus misteriosas actividades, le pregunté la evidencia porque no se me ocurrió nada mejor: ¿Viene hoy sola?
, para oírla responderme lo increíble por inesperado: “No, para nada, Mi compu me acompaña como un alter ego, su disco duro y el mío tienen afinidades profundas.” Sin duda, notó un dejo de escepticismo burlón en la expresión de mi cara porque agregó: “¿La prueba?, cuando no logro recordar algo en mi pantalla memoria, en la suya aparece mi olvido perfectamente encuadrado. Mire, usted acaba de hacerme olvidar que mi amigo, el joven que se sienta frente a mí por las tardes, en esta mesa. Voy a mis documentos. Vea”. Volví la vista hacia la pantalla de su computadora y vi la imagen de la cara de su compañero. “Me recuerda que debo responder a mi amigo. Abro mi buzón electrónico y, en efecto, hay un correo de él
.
Decidí protegerme de su adicción y la dejé frente a su pantalla. No iba a participar en un ejercicio que no me parecía compartible, pensé. Me equivocaba: su fe en la inteligencia artificial y su comunicación con ésta era compartida no sólo con su amigo, sino también por otros jóvenes cada vez más numerosos, me iría dando cuenta.
El solitario ejercicio al cual dedicaban su tiempo era el envío de mails entre ellos. Aunque sentados frente a frente, a menos de un metro de distancia, preferían la comunicación digital, menos peligrosa pues se daban el tiempo de reflexionar… era prehistórica anterior a SMS y tuits. Podían hacer el amor de manera virtual, romper sin dolor con un amor suprimiéndolo con un botón, o dejarlo en la memoria de su disco duro el tiempo que deseasen. No necesitaban verse, les bastaba pasar las imágenes a solas. Internet revolucionaba el mundo, la vida, las relaciones humanas. Y gracias a las redes sociales se iba accediendo a la conquista de la democracia… digital.
De los hombres primitivos que se cubrían con pieles de fieras salvajes, para inocularse sus poderes, habían seguido los largos siglos del antropomorfismo, durante los cuales el hombre se creyó centro del universo y daba a animales, dioses y objetos características humanas. Ahora, hombres y mujeres se identificaban con los robots inteligentes creados por ellos. Competían con la inteligencia artificial en torneos e investigaciones. Adquirían la conducta de sus robots. Tuitear llevaba, al fin, a la comunión universal en la soledad perfecta.