o sabemos cuánto durará o si de plano se trata de un profundo punto de inflexión histórica pero incluso tomando en cuenta las optimistas proyecciones sobre la economía mundial presentadas hace unas semanas por el FMI y el Banco Mundial, es claro que el futuro aparece nublado, tanto o más que el presente que se continúa con los años. Si se trata o no del principio del fin del capitalismo que hemos conocido, lo dirá el tiempo, pero de lo que no debería caber duda es de que ante tal coyuntura incierta, a la vez que histórica o epocal, los Estados y sus sociedades deberían prepararse si no para lo peor, sí para largas fases de vida dura y conflictiva.
Por muchos años, décadas en realidad, el mundo avanzado y parte del que no lo es, encontraron en el crecimiento económico el linimento para las heridas ancestrales o las provocadas por el propio cambio social y de estructuras que resultase de las terribles depresiones de los años treinta del siglo pasado y de la Segunda Guerra Mundial. Gracias al dinamismo económico, grandes capas sociales cambiaban para bien de actividad productiva y las finanzas de las empresas y de los Estados permitían asignar excedentes crecientes a la protección y la seguridad sociales. Se llegó incluso a soñar con que la gran consigna de lord Beveridge de una protección para todos de la cuna a la tumba
sería realidad más o menos cercana.
En Europa, rumbo al fin del siglo XX, se lanzó el gran proyecto civilizatorio de la Unión Europea y tanto ahí como en Estados Unidos se habló con insistencia y presunción de unas terceras vías, de un nuevo laborismo
y un nuevo liberalismo
que aprovecharía de la revolución anglosajona de Thatcher y Reagan para dejar atrás los excesos neoliberales de negar la sociedad y proclamar la desaparición del Estado intervencionista. Se llegó a hablar del fin de la historia y de plantear como horizonte único para todos al mercado mundial unificado y la democracia representativa sustentada en la protección universal de los derechos humanos.
De la euforia globalista y la gran moderación
de inicios del siglo actual, hemos pasado al aplastamiento de las expectativas, el pesimismo y la apelación a las peores corrientes del pensamiento político y social, como el chovinismo, el racismo y la paranoia anti inmigrante, ahora concentrada en el discurso y las pretensiones del presidente Trump. Pensar estos giros como el anuncio de una nueva época de regresión social y corrosión de las relaciones humanas no es más monopolio de las inclinaciones apocalípticas, sino de muchos personajes y centros de pensamiento e ideas del establishment.
Nosotros hemos vivido estas vueltas de tuerca de la historia y la política como si se tratara de escenarios imaginados e imaginarios o, en todo caso, propios de otras latitudes y naciones. Aferrados los grupos dirigentes a unas convicciones obtusas pero hasta ahora eficaces, respecto de la estrategia económica y la funcionalidad del sistema político emergido de la transición, se impuso una suerte de coalición estabilizadora ajena al crecimiento de la economía y en ciertas coyunturas hasta enemiga del relanzamiento económico en aras de mantener esa dichosa cuanto desdichada estabilidad. Y en la política, llegó a imaginarse un bipartidismo impertérrito dentro del cual hasta habría espacios de esparcimiento y beneficio para las terceras o cuartas aspiraciones. Y ya llegaría el momento de que la Gran Promesa del cambio estructural de fin de siglo se realizara.
Ese momento no ha llegado ni llegará y el mantener el timón en una dirección inapelable dejó de ser conseja exitosa para los aspirantes a pilotín que pretenden ser capitanes de altura. La marejada dejó de ser ocasional o estacional y se vuelve nueva y ominosa normalidad, y el cambio de rumbo y timonel un reclamo contagioso que llega a las mejores familias y las peores pandillas.
Plantearse la posibilidad de una mutación tranquila pero cargada de posibilidades de mejoramiento social generalizado, todavía es posible y desde luego necesario. Podemos concebir un crecimiento económico modesto pero del doble del que se ha convertido en histórico, apenas por encima de 2 por ciento anual, y una redistribución progresiva de sus frutos, con políticas salariales sensatas y un fisco efectivamente reformado. Las regiones serían entendidas como la savia de un desarrollo robusto y cada vez menos concentrado, y la participación social podría ser vista de nuevo como parte de unos vasos comunicantes entre la sociedad y el Estado que fortalecerían la democracia y no la reproducción corporativa del pasado.
El cálculo está hecho en sus rubros maestros, pero puede y debe avanzarse y especificarse en cuanto a sus implicaciones y contribuciones requeridas de grupos, sectores y actividades. La reforma del Estado para cambiar el régimen político económico soñado como eterno hace unos lustros, es la gran tarea de los mexicanos de hoy y el relevo en el poder político constituido puede ser la gran estructura de oportunidad para quienes entienden el desarrollo como proyecto político y compromiso social y no como la quimera resultante de unos equilibrios fantasmales.
De esto y más hemos querido escribir, hablar y discutir en el Programa de Estudios del Desarrollo de la UNAM y, en particular, en su más reciente Informe sobre el Desarrollo en México, Propuestas estratégicas para el Desarrollo 2019-2024
, hecho posible por la colaboración de más de 30 académicos, dedicados a explorar las estrategias para un mejor, pero cercano porvenir.
Presentado el pasado martes 20 en la Coordinación de Humanidades por el maestro Enrique Provencio, coordinador del Informe, con la presencia del rector Graue y comentado por el secretario general de la UNAM, Leonardo Lomelí, el coordinador de Humanidades, Alberto Vital, el senador Zoé Robledo, el doctor Gerardo Esquivel, los maestros Julia Carabias y Ricardo Raphael y el director del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, doctor Luis Foncerrada, el documento está ya a la disposición de los interesados en la página electrónica del PUED-UNAM.