Opinión
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“¡Fue –y volverá a ser– el Estado!”
A

hora que estamos en tiempos de campaña, algunos de los mecanismos que llevaron a la matanza de Iguala se hacen más visibles.

¡Fue el Estado! Es el grito acusatorio que surgió del asesinato de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y del descubrimiento de casi una veintena de fosas clandestinas en Iguala. La acusación es precisa: sin duda fue el Estado el responsable tanto de los asesinatos de Iguala, como de las formas intrincadas de justicia e injusticia que los siguieron. Finalmente, el gobierno municipal de Iguala estaba en manos de Guerreros unidos, organización prohijada por el cártel de los Beltrán Leyva, y José Luis Abarca, su presidente municipal, estaba casado con María de los Ángeles Pineda, cuyo padre y hermanos eran narcotraficantes. Dos de ellos figuraban en la lista de la PGR de los hombres más peligrosos y buscados de México. La policía de Iguala, por su parte, también formaba parte de Guerreros unidos, y no había distinción alguna entre la policía y los sicarios que trabajaban ya sin uniforme. Así es que el Estado, entendido en este caso como el aparato estatal municipal, fue directamente responsable.

Pero hubo también otros niveles de involucramiento estatal. En primer lugar, la estructura partidista del PRD, tanto estatal como nacional, que se hizo de la vista gorda respecto de lo que sucedía en Iguala, y que aceptó que unos fascinerosos controlaran ese municipio, a cambio de canalizar el apoyo de los narcotraficantes para ganar la gubernatura del estado. Por su parte, el Ejército federal también mantuvo una relación cordial con el gobierno municipal de Iguala, pese a los lazos conocidos de la esposa de Abarca con la organización de los Beltrán Leyva, y a las desapariciones que llevaban ya años de sucederse impunemente en Iguala. Por último, también a escala federal, la PGR reaccionó mal y tarde, y fue incapaz de garantizar transparencia en las pesquisas, debido posiblemente a los múltiples niveles del Estado que estaban implicados directa o indirectamente, activa o pasivamente, en los hechos.

De modo que, sí, fue el Estado, pero aunque la sentencia sea certera, es también a su modo un refrán que sirve para ocultar las implicaciones políticas de lo sucedido. ¿Acaso entendemos bien la relación que guarda un gobierno municipal manejado por el narco, con el gobierno estatal, el gobierno federal, y el funcionamiento de los partidos políticos? Creo que no.

Parte de la razón de esa dificultad mana, me parece, de la relación compleja que tienen las tropelías del Estado con la historia de la transición democrática. Específicamente, cuesta trabajo entender la relación entre el dinero negro, los partidos políticos y los diferentes pedazos del Estado que actúan o que solapan en un desastre como el de Ayotzinapa.

En México, la historia del narco se engarza con la historia de la transición democrática y forma parte orgánica de esta historia. Nos cuesta trabajo entender esto, porque usualmente preferimos imaginar la historia de la transición democrática a partir del movimiento de 1968, siendo que, en realidad, los contornos de nuestra transición quedaron mucho más marcados por lo ocurrido en los años 80 y 90. Debido a este prejuicio, solemos pensar en la transición democrática como un proceso creciente de representación de sectores sociales antes marginados, pero que finalmente operaban en la economía legal.

Si pensamos, en vez, que la transición se dio en los años en que quebró el campo mexicano y en que el narco se convirtió en fuente de crédito, de trabajo y de poder político incontestable en varias regiones, la imagen de la transición cambia: en lugar de ser la expresión de una lucha por la representación política de grupos e ideologías antes marginadas, en muchas regiones la transición democrática ha servido para que los intereses políticos de una nueva clase de narcoeconomía quedara adecuadamente representada. Todo nuevo poder económico requiere siempre de una expresión política.

Los partidos políticos nuevos, con poca o nula organización territorial, están siempre sedientos de alianzas que los ayuden en este sentido. Un nuevo actor económico, cargado de dinero, como era el narco a partir de los años 90, podía ser un aliado indispensable. Esto sucedió en el PRD en Michoacán y Guerrero durante esa década, cosa que ha sido documentada, y muy probablemente sea también un fenómeno frecuente en la historia reciente del Partido Verde, el PT, o el PES, entre otros. La economía negra puede identificarse y copar los partidos nuevos en algunos municipios, trocando la legitimidad que ganan al formar parte de un partido oficialmente reconocido, por la capacidad de ganar municipios y, eventualmente, distritos y gubernaturas.

Para responder a una competencia así, los partidos establecidos –PRI y PAN– con organizaciones territoriales más robustas, buscaron también ofrecer algunos espacios al narco. Habría que estudiar, por poner un ejemplo, cuál fue el papel de la narcopolítica para que el PRI se religiera en Veracruz, luego del periodo tan cuestionado que tuvo el gobernador Fidel Herrera. A juzgar por lo acontecido bajo la administración de su sucesor, Javier Duarte, las concesiones deben haber sido importantes. Habría que hacer también un análisis parecido para el PAN, desde luego: una vez que se desencadenó esta lógica de competencia, no quedó partido alguno sin su lazo con la economía negra, aunque fuera tenue.

Hoy, PES y PT han ungido a Fausto Vallejo como su candidato para la presidencia municipal de Morelia. Se sabe que, cuando fue gobernador, los hijos de Fausto Vallejo se comunicaban con Los caballeros templarios. Si Andrés Manuel gana las elecciones, bien podría encontrarse en la situación incómoda de tener un aliado en Morelia cuya parentela tiene lazos con el narco. Y si llegara entonces a suceder otra desgracia, no faltará quien vuelva a decir, y de nuevo con razón: ¡Fue el Estado!