Opinión
Ver día anteriorDomingo 4 de febrero de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
En los años 60 cantaban albañiles, lavanderas y niños: José Luis Martínez
Foto
José Luis Martínez y Elena Poniatowska, en una imagen del archivo personal de la escritora
A

hora que se celebran 100 años del nacimiento de José Luis Martínez, es bueno recordar que nadie apoyó tanto a los jóvenes como él. Principal jurado de las becas que otorgaba Bellas Artes, recuerdo una noche su encendida defensa de Carlos Monsiváis a quien tildaban de periodista con tal de no darle la beca de Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Su libro sobre Hernán Cortés es ya un clásico, como son sus ensayos sobre Alfonso Reyes y su biblioteca, ahora en la Vasconcelos en la Ciudadela, es la más visitada entre las de Alí Chumacero, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés y Carlos Monsiváis.

Las mujeres siempre quisimos a José Luis Martínez. Lo encontrábamos guapo entre feos y chaparros. Otros guapos eran Octavio Paz, Carlos Fuentes y Alí Chumacero. José Luis fumaba pipa y eso nos parecía sexy, porque veíamos a actores en películas inglesas y gringas prenderla y echar el humo en el rostro de Ingrid Bergman o Elizabeth Taylor. Lo entrevisté hace años en su casa de la calle de Rousseau y escribí:

“Es bonito que un funcionario importante venga él mismo a abrir la puerta de su casa y que con pasos jóvenes y una voz joven también, diga con mucho entusiasmo: ‘¡Vengan, vengan, primero les voy a enseñar la biblioteca! Como niño alborotado nos muestra al fotógrafo Héctor García y a mí sus libreros. ‘¡Aquí la literatura francesa!’ ‘¡Aquí sociología!’ ‘¡Aquí historia!’ La casa es un solo libro repetido en miles de ejemplares. No hay muros, hay libros.

–Oye, José Luis, dicen que en México dos puestos públicos son horripilantes: uno, director del Hospital General, porque ahí cuentan que se roban hasta los bolillos, y otro también espeluznante, director de Bellas Artes, porque los artistas tienen toda clase de enfermedades: vanidad, histeria, egocentrismo, complejo de genio o de inferioridad.

–¡No exageres! Creo realmente que hay otros puestos mucho más difíciles: el de director de la Penitenciaría, el de jefe del Rastro, el de director de la Castañeda.

–Cuando llegaste a la dirección de Bellas Artes dijiste: Yo quiero que el pueblo de México cante, baile, chifle, brinque.

–Para ser preciso, eso lo dijo Agustín Yáñez como secretario de Educación, cuando expuso el plan cultural que deseaba para el pueblo de México; que cantaran los niños en la escuela, que cantaran los albañiles y cantaran las amas de casa.

–Este es un aspecto bucólico desconocido del secretario de Educación ¡Es como de Walt Whitman, ¿verdad? ¿A poco Agustín Yáñez sabe cantar? No lo imagino cantando ni Sombras nada más.

–No sé yo si él sepa cantar pero él fue el de la idea. Creo que nos haría muchísimo bien, sobre todo en Ciudad de México. Somos un pueblo de agrios y de caras duras, quizá por la altura, la sequedad, lo que sea, pero no sabemos reír ni cantar.

–José Luis –interviene Héctor García– ayer oí a un campesino cantar una canción tan terrible, tan angustiosa… decía más o menos así: Tierra llana, tierra llana, que con mi esfuerzo voy arando, guárdame este secreto entre tus surcos, tengo hambre...

Interrumpo a mi compañero fotógrafo para preguntarle a José Luis por las dificultades que encuentra en Bellas Artes…

–Conocía bien a la gente de mi oficio, a los escritores, ahora comienzo a entender a los pintores, a los músicos, a los bailarines y así sucesivamente. Y sé cuáles tienen problemas mucho más difíciles de atender que los de los que escribimos. Ahora sé que el artista más desvalido es el músico… Tenemos el deber de ayudar, aunque sea muy modestamente, a artistas que no pueden darnos ya una obra pero que la han dado antes. En un país como el nuestro en que el arte no es todavía un medio de subsistencia, he visto la gran cantidad de problemas personales de pintores, actores, escritores, y muchas veces me siento desesperado por no poder atenderlos.

–¿Qué crees que debe ser un director del INBA?

–La primera función es ser muy buen administrador, sacar el mayor provecho a recursos limitados; después, entender esa doble función: doble en muchos aspectos, de servir lo mismo a los grupos más evolucionados, más complejos, más intelectuales y más intransigentes que a los grupos más desvalidos; de servir lo mismo a Ciudad de México que a toda la provincia, a toda la nación. A mi juicio, esa es la tarea nacional del INBA, en su modestia. Nunca he pensado que sea la tarea más importante de México. Por supuesto sé que son más importantes las tareas vitales, esenciales de México, que el mexicano tenga alimentación educación básica, la posibilidad de comunicarse, techo, casa, vestido, y sé que es secundaria la expresión artística, pero sé que al mismo tiempo es indispensable. ¡Todos la necesitamos y hay que hacerlo en la medida de las posibilidades y de los pocos recursos con los que contamos!

–¿Es difícil ser director de Bellas Artes? Carito Fournier me contó que Carlos Chávez se arrancaba su melena musical de desesperación, Celestino Gorostiza fue muy opaco, Álvarez Acosta trabajó bien, Andrés Iduarte salió disparando porque veló en Bellas Artes a Frida Kahlo y aceptó que pusieran la bandera roja y negra comunista encima del ataúd…

–Es difícil, pero siento que los intelectuales, los músicos, los pintores, los estudiantes, el público en general me considera su amigo, su aliado, no su censor. Además, soy un hombre de Jalisco, un hombre con vocación social, y eso todos lo saben. Alguna vez declaré que todos deberíamos ser maestros rurales.

–¿Maestros rurales?

–Sí, que enseñemos a leer y a escribir. Te voy a hacer una confidencia. Yo era un intelectual hasta las cachas poético y lleno de problemas. Por las noches me desvelaba filosofando. Quería que todo tuviera un sentido trascendental y para todo buscaba respuesta. Daba conferencias y clases de filosofía y filología. En las noches me reunía con mis amigos, casi todos autores de lánguidos versitos que en el fondo no eran sino diversiones privadas para el regocijo del petit comité. Como sabes, yo acompañé a Agustín Yáñez en su campaña política, y un día, en el pequeño pueblo de Mascota, encontré dos maestros de escuela, muy jóvenes... Eran maestros rurales. Además de enseñar, gastaban su sueldo en vestir y dar de comer a sus alumnos. Tenían una idea admirable de la condición humana, y su actitud frente a la vida era intachable, conmovedora... Un cierto modo de ser que ninguno de nosotros, literatos vanidosillos, podríamos alcanzar. Entonces me di cuenta de la inutilidad de la literatura mexicana actual.

La primera vez que entrevisté a José Luis Martínez despotricó contra una antología de poesía de Antonio Castro Leal, quien “había dejado en la sombra a muchos poetas y calificaba a los escogidos de ‘fino y sutil…’” En esa época, José Luis insistió en la escuela rural y en su vocación de maestro, y hasta arremetió contra el lujo inaudito de la construcción de Ciudad Universitaria frente a la urgencia de hacer escuelas en el campo mexicano y mejorar los sueldos de maestros rurales. No es que desee que don Alfonso Reyes y don Jaime Torres Bodet se vayan al campo como maestros rurales, es que en mi propio ejercicio intelectual, me pregunté simplemente: ‘¿sirvo real y eficazmente a mi pueblo?’, y tuve que responderme que sólo servía mínimamente a una pequeña comunidad.

–¿Y cuál podría ser la conclusión de todas estas ideas?

–La conclusión es muy sencilla: el que no sirva que no pierda el tiempo engañándose a sí mismo. Poetas como Octavio Paz, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño; narradores como Juan José Arreola, Juan Rulfo y Ricardo Pozas; autores teatrales como Carballido y Mendoza son útiles, reveladores y trascendentes, pero junto a ellos y muy pocos más, solo hay discos rayados.

Era encantador asistir a las cenas en la casa de Rousseau de José Luis Martínez y Lydia Baracs, quien servía unas pastitas llamadas municiones, pero no como sopa sino como acompañamiento de un maravilloso guisado de Hungría, e ir los domingos a medio día a casa de Max Aub y Pegua, su mujer. Vivían en frente de la casa de José Luis y hacían una deliciosa paella en la que a veces metía su cuchara su yerno Federico Álvarez, gran maestro universitario a quien todavía visito de vez en cuando. Esos tiempos felices ya se fueron, mientras se acendra la nostalgia de un México pequeño en que todos luchábamos por dizque hacerle bien a nuestro prójimo.