a derrota del Emirato Islámico (Daesh) por la coalición ruso-kurda-siria cambió toda la situación en el Cercano Oriente y puso a todas las piezas en movimiento y Estados Unidos, que había intentado rehacer los equilibrios locales con la habilidad de un elefante en una cristalería, logró exactamente lo opuesto de lo que quería.
Recordemos un poco: en Irán (la antigua Persia), país de 80 millones de habitantes, potencia gasera y petrolera con viejísimas culturas, Estados Unidos derribó con un golpe militar al primer ministro nacionalista moderado Mohamad Mossadegh que había expropiado el petróleo a los ingleses e instaló una monarquía absoluta –la del shah Reza Pahlevi– que intentó industrializar el país chocando de inmediato con el Bazaar (los importadores, exportadores y comerciantes tradicionales) y con los religiosos chiítas (los mullahs y ayatollahs) que influían fuertemente sobre los campesinos y los más pobres mediante su igualitarismo y sus obras sociales.
El Shah fue derrocado en 1979 por la revolución de los ayatollahs
que llevó al poder al ayatollah Ruholla Jomeini. Contra la monarquía habían combatido también el poderoso partido comunista local, el Tudeh, y diversos grupos marxistas, a los que el régimen de los mullahs exterminará (Amnesty International habló de 4 mil 482 ejecutados, pero la cifra fue mucho mayor). Contra Irán, Estados Unidos recurrió entonces al gobierno del Baas iraquí dirigido por Saddam Hussein y financió y apoyó durante ocho años una sangrienta guerra entre ambos países.
Pero Saddam Hussein, envalentonado por la guerra y por la brutal represión contra los kurdos de Irak (apelando incluso a gases), concedió a éstos una vaga autonomía y, engañado por la embajadora de Estados Unidos que le hizo creer en la neutralidad de sus ex socios en caso de guerra, se lanzó a eliminar de la escena a Kuwait, país petrolero fronterizo, aliado de su adversario, la monarquía absoluta en Arabia Saudita.
Washington entonces intervino como había planeado y después –con el pretexto falso de Irak poseía armas químicas, invadió Irak, saqueó sus museos y destruyó al país árabe más modernizado en ese entonces.
El objetivo de la potencia militar de la zona –Israel– coincidió entonces por completo con el de Washington: colonizar por completo y anexar Palestina a la que el mundo árabe ya no podía defender, establecer una alianza con Turquía y destruir la dictadura que Hafez al Assad y después de su hijo Bashir mantenían en nombre del partido Baas sirio, dictadura que intervenía en el Líbano junto a los palestinos y musulmanes contra los aliados falangistas de Tel Aviv y de Washington.
Washington y Tel Aviv intentaron para eso utilizar las diversas oposiciones aislando sin embargo a los demócratas y de izquierda que también combatían contra la dictadura del Baas. Israel había inventado años antes una organización religiosa –Hamas– para combatir contra la laica OLP (Organización para la Liberación de Palestina) de Yasser Arafat y su partido Fattah; Washington por su lado financió y armó a las oposiciones religiosas, como el Daesh, así como había financiado y armado a su agente, el saudita Osama Bin Laden y su organización Al Qaedda en Afganistán para combatir contra la ocupación de ese país por la Unión Soviética.
Pero el resultado obtenido por los aprendices de brujo fue desastroso para ellos: Hamas, a medio camino del chiísmo, remplazó a la OLP en la lucha contra Israel; en el Líbano Hezbollah se convirtió en el primer partido y apoya a Siria e Irán. En Irak el gobierno chiíta es antiestadunidense y aliado del gobierno sirio (Saddam Hussein, por el contrario, era su adversario).Los kurdos de Irak ahora combaten unidos a los árabes contra Daesh. El gobierno de Siria tiende un lazo hacia las oposiciones y se apoyó en Rusia que, desde los zares y desde Stalin, continuador de la geopolítica zarista, quería bases en el Mediterráneo y ampliar su influencia en la región que, con Irán y Afganistán, abre el camino hacia la India.
Irán, por su parte, cuenta con el apoyo de China y de Rusia, pero también de Alemania y Francia, que necesitan el petróleo ruso e iraní y tienen fuertes inversiones en Irán. Por último, Estados Unidos no puede contar ya al ciento por ciento con la monarquía absoluta y teocrática de Arabia Saudita, país donde aún existe la pena de muerte para quien tenga animales en su casa o sea homosexual pero que el príncipe heredero quiere modernizar y diversificar para no depender del petróleo, pues esa modernización abrirá inevitablemente el camino a conflictos sociales y políticos dadas las condiciones medievales existentes en ese país. En cuanto a Turquía, rompió su pacto con Israel y se acercó a Siria pues los turcos están en la pinza rusa, con su clásico adversario en el Cáucaso y ahora también en su frontera sureña.
En este contexto el Mossad Israelí y la CIA intentan avivar el fuego de los disturbios sociales en Irán, donde la desocupación y la carestía reviven la oposición de izquierda y la de las clases medias urbanas a la dictadura de los mullahs, pero éstos tienen aún raíces y apoyo social entre los campesinos y las torpezas injerencistas de Donald Trump zapan la tierra bajo los pies a una oposición democrática que se suicidaría si quedase pegada al Satán
que todos los días denuncian los ayatollahs.
Daesh, por supuesto, u otro grupo similar, no desaparecerá de inmediato. Las tropas rusas, parcialmente retiradas, estarán listas para volver. Le guste o no a Trump, las conversaciones de paz entre Assad y las oposiciones estarán bajo patrocinio ruso y la lucha en Palestina contra la ocupación y el apartheid continuará. El Cercano Oriente entra sin embargo en una nueva fase. Depende de todos los demócratas de todos los países desarmar políticamente y aislar a los incendiarios como Trump y Netanyahu.