as lecciones de la gran recesión siguen apareciendo en prácticamente todo el mundo, con algunas excepciones como la de México. Aquí no pasó nada y somos la isla del empleo y la estabilidad.
Repensar las políticas de estabilidad y expansión, como lo proponen Summers y Blanchard; el papel de los Estados de Bienestar, antes y después del estallido; el de la política monetaria, etcétera, es algo de todos los días en los medios especializados y académicos, pero también en la prensa y las mesas de discusión de la tele visión o la radio. Incluso se ha propuesto repensar el capitalismo y algunos llegan a preguntarse si no es el principio de su fin lo que hemos empezado a vivir en estos años duros y hostiles.
Asimismo, las élites del poder y la riqueza revisitan sus revueltas que estudiara hace décadas el notable pensador que fue Christopher Lasch; en tanto que los históricos partidos de la social democracia buscan salir del pantano en que los metieran las varias terceras vías de Clinton y Blair, así como el neoliberalismo ingenuo o resignado, y su posterior crisis global. Mucho es búsqueda y más angustia.
En este plano de la vida pública global, debe consignarse el dinamismo adquirido por la reflexión en torno al sistema social y las políticas que podrían ponerse en práctica para emprender una recuperación sostenida y más o menos segura. Alentador sin duda, aunque no se vea bien acompañada por incursiones robustas sobre el estado del mundo y sus perspectivas.
En estos últimos temas, el multilateralismo vive uno de sus peores momentos, a pesar de sus grandes proezas como la Agenda 20-30 acordada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2015 y el Acuerdo de París sobre el cambio climático en abril de 2016. Los entusiasmos que ambas convenciones despertaron han sido neutralizados; no tanto por lo difícil y peliagudo de la empresa propuesta sino por la irrupción salvaje del empresario-presidente Trump y su banda.
Están dispuestos a voltear la mesa de la cooperación internacional sin parar en mientes por el daño que tales maniobras amenazantes van a causarle a su propio país. Es como si los abruptos brotes de xenofobia y clasismo que sufre Europa, se condensaran en el verbo y las gesticulaciones de un solo hombre que tiene entre sus haberes la posibilidad de hacer volar al planeta.
Eso de que el mundo está en peligro dejó de ser dicho de los clochards del Sena o los sin casa de Speaker´s Corner en Londres, para tornarse preocupación cotidiana de las comunidades de inteligencia y relaciones internacionales del mundo en su conjunto. De nuevo, con la excepción de algunos, entre ellos nosotros.
La corrupción se ha convertido en fuerza destructiva del tejido y la cohesión social y corroe a la democracia como proceso y forma de gobierno. Adquiere particular incidencia en nuestra región, donde al calor de las trapacerías de Odebrecht mandatarios y ex mandatarios de todos los colores y sabores conocen la cárcel o el desprestigio y el rechazo masivos. Como si se tratara de una pandemia más de esas que anuncian de vez en vez que el fin se acerca.
Poblaciones y comunidades, organismos internacionales de las finanzas o la política mundial, la OCDE o el FMI, ven en la ola corruptora algo más que un desperfecto institucional e insisten en catalogarla como una falla sistémica de enorme magnitud y potencialidad destructiva. Así la vieron Daniel Zovatto y el juez Baltazar Garzón en el seminario internacional sobre dinero y política, democracia y corrupción organizado por el INE. Y no estaban solos.
En todo caso o bajo cualquier hipótesis, la corrupción se ha vuelto corrosión, como dirían los italianos, y afrontarla para erradicarla del escenario público y hasta de los corredores del poder se entiende abiertamente como tarea prioritaria de Estados, partidos, academia y negocios. La globalidad que puede venir después de estas tormentas y el ominoso mar de fondo no podrá consolidarse, mucho menos volverse hábitat de aliento y bienestar, si no se derrota esta patología que, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, anuncia decadencias y cambios de época.
Éste es el panorama que la gran recesión y su secuela nos han dejado. De ahí emergerán los escenarios y las alternativas del mundo que seguirá siendo un mundo de naciones y Estados, cada día más condicionados por las fuerzas globales y sus ominosas contrapartes alojadas en las praderas desarrolladas. México no puede mantenerse atrincherado en una excepcionalidad fútil, improductiva y con potencialidades disruptivas.
La coyuntura abierta por la sucesión presidencial debería ser momento de decisión en torno a propuestas y exámenes destinados a repensar el mundo y nosotros con él. La arrogancia y la prepotencia, junto con esos peculiares, cuanto absurdos, ejercicios en autosatisfacción a que se han dado los gobernantes del cambio estructural y la apertura y, ahora, sus pretendidos herederos no llevan a ningún buen puerto.
El derrotero debe ser el del mundo que busca cambios generosos y se hace cargo de lo muchos saldos negativos que dejaron los cambios globales. Nuestro país debe ponerse a la vanguardia de estas perspectivas. Para que el haber sido pionero fiel de aquella aventura haya valido la pena.