Opinión
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El poder para siempre no existe
E

n junio de 1972, la célebre periodista italiana Oriana Fallaci logró entrevistar en su palacio amurallado de Addis Abeba al emperador de Etiopía, Haile Selassie, el León de Judá, quien se proclamaba descendiente de la reina de Saba y el rey Salomón. Al final ella le preguntó: “¿cómo mira a la muerte? El emperador, que tenía 80 años y le faltaban tres para morir, pareció no entender: ¿A qué? ¿A qué? A la muerte, Majestad, insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano: ¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Que quiere de mí? ¡Fuera, basta!

No cabía en su mente que su poder no estuviera ligado a la inmortalidad. Pero no fue siempre un hombre distraído de la realidad, porque en un tiempo se puso a la cabeza de la lucha en contra de las tropas de Mussolini que invadieron Etiopía. Y al final, depuesto por un golpe militar, no pudo imaginar la clase de muerte que tendría, estrangulado en su propia cama, y enterrado bajo el piso de un baño en su propio palacio imperial.

Me ha venido a la cabeza esta historia de alguien que desde su trono eterno se indigna cuando le hablan de la muerte, ante las noticias de la caída del dictador de Zimbabue Robert Mugabe, gracias a otro golpe militar, tras su permanencia en la presidencia durante casi cuatro décadas. Mugabe, un tanto más práctico a sus 93 años, sí aceptaba que un día habría de morir, desde luego que escogió como sucesora a su esposa y antigua secretaria, Gracia Marufu, mucho más joven que él, y a quien la gente llamaba en secreto Desgracia Marufu. También, en lugar del título de primera dama, le daban el de primera compradora, pues se escapaba a París o Londres en excursiones por las boutiques de lujo para hacerse de decenas de trajes y zapatos exclusivos. Dueña del monopolio de producción y distribución de los productos lácteos en el país, alegaba que sus gustos se los pagaba con su propio dinero. La Universidad de Zimbabue le otorgó un doctorado, sin haber puesto nunca un pie en las aulas, siendo el propio Mugabe quien le colocó el birrete en la ceremonia de graduación. Ambiciosa y astuta, mientras su anciano marido se dormía en las reuniones de gabinete, ella iba tejiendo su propia urdimbre de poder.

La tentación de quien contempla la historia personal de un dictador, es verla como la de alguien que desde el principio alberga las intenciones de usar el poder para beneficio personal, y quedarse para siempre en el mando a costas de lo que sea, asesinatos, cárcel, exilio de quienes se le oponen, establecer un régimen familiar y designar como sucesor a uno de sus hijos, o a su propia esposa.

Pero la vida es más compleja. Tal como Haile Selassie, Mugabe, líder guerrillero del Ejército de Liberación Nacional Africano de Zimbabue (Zanla, por sus siglas en inglés), condujo la lucha de su pueblo para librarse del dominio de la minoría blanca que había establecido un régimen racista igual al de África del Sur. De las penurias del combate pasó a la ruindad de la tiranía, el crimen, el fraude electoral repetido, la corrupción y la opulencia, ya convertido en primer ministro, luego presidente, y al mismo tiempo jefe vitalicio del partido oficial, el ZANU-PF.

Y su discurso de los tiempos guerrilleros nunca cambió. Aunque arruinó al país, destruyó la economía, y la inflación llegó a una increíble cota de 231 millones por ciento, no dejó de proclamarse socialista, en lucha abierta contra los demonios del capitalismo y el colonialismo.

El paraíso socialista de Mugabe no fue sino un infierno. A su caída, el desempleo alcanza 95 por ciento; 72 por ciento de la población vive en la pobreza, sin acceso a la electricidad y al agua potable; sólo 6 por ciento llega al tercer grado de primaria, y la esperanza de vida es de apenas 56 años. Su pretendida reforma agraria destruyó la organización productiva de las fincas, y sólo trajo escasez y desabasto crónicos.

Cualquiera que lo criticara se volvía de inmediato un traidor, algo que en su ya obsoleta retórica revolucionara podía significar una orden de ejecución. Y también tenía a su servicio fuerzas paramilitares entrenadas para garrotear y asesinar disidentes. En 2008 perdió las elecciones ante su oponente Morgan Tsvangirai, y entonces proclamó que solamente Dios podía apartarlo de la presidencia. Dios a su servicio personal de católico practicante que comulgaba devotamente en la catedral de Harare, la capital.

Al celebrar sus 91 años, Gracia le organizó una fiesta para 20 mil invitados, que llenaron un estadio de futbol. Por supuesto, los empleados públicos debieron asistir obligatoriamente, bajo pena de despido, pagando su cuota. Se sirvió una parrillada gigante, donde podía elegirse entre lomos de elefante, entrecotes de búfalo, piernas de impala y costillas de antílopes negros, todo un zoológico sobre las brasas. Por lo visto, la dentadura del anciano seguía sana.

Ahora todo ha terminado para la pareja. Mugabe destituyó al vicepresidente Emmerson Mnangagwa, buscando dejar libre el camino a su esposa, y el ejército, que él mismo forjó, los detuvo a ambos y los puso con la casa por cárcel. El anciano fue destituido como jefe del partido, y a ella la expulsaron de sus filas. Por último, los militares lo obligaron a renunciar a la presidencia. El júbilo estalló en las calles.

Mnangagwa es el nuevo hombre fuerte, con lo cual las sombras ominosas vuelven a cerrarse sobre el país, igual que tras la deposición de Haile Selassie, cuando asumió el poder un nuevo dictador, el teniente coronel Mengistu Haile Mariam, cabeza del golpe de Estado. Mnangagwa, apodado El cocodrilo, por la fama de su crueldad, fue jefe de espionaje de la guerrilla durante la lucha de independencia, y luego ministro de Seguridad, y como tal, jefe de la policía secreta.

Pésima costumbre que tiene la historia de repetirse.

Guadalajara, noviembre 2017

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