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Sergio Ramírez en las letras nicaragüenses
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ocas veces se puede decir tan claro: la literatura nicaragüense comienza con un milagro. Rural y bananero, el único país que tuvo su propio presidente gringo (el filibustero William Walker, antepasado de los Bush) vio nacer en una aldea de Matagalpa a Félix Rubén, niño prodigio que hacía versos. Mozart tropical educado en León, pronto fue freakshow en Centroamérica, viajó a Chile y allá publicó Azul (1888), piedra angular del modernismo naciente. Llegado a España dio una bofetada de aire fresco a la lengua castellana, la liberó de los Campoamor, Pardo Bazán, Nuñez de Arce, y deslumbró a la Generación del 98. En las Américas, su efecto fue exponencial.

Entonces pudo comenzar nuestro siglo XX, un periodo de enorme libertad y creatividad para la lengua. El impacto de Rubén Darío en su país fue telúrico. De la nada, hizo de Nicaragua un país de poetas que nos daría una sucesión de cantos maravillosos y relevantes a lo largo del siglo pasado. Mientras Darío iba por el mundo entre Martí, Verlaine y Unamuno y se saloneaba por París, la ciudad de León producía a Salomón de la Selva y Alfonso Cortés. De la Selva viviría en Estados Unidos y México; peleó del lado inglés la Primera Guerra y escribió su notable El soldado desconocido, que en México salió con portada de Diego Rivera en 1922. Fue uno de los primeros vanguardistas acá del Atlántico. Cortés vivió mucho pero escribió poco (1893-1969), dejando un breve poema perfecto desde su celda en el manicomio: Ventana, la piedra filosofal de la poesía nica.

Hacia 1931, al calor de un periodo de emergencia nacional, nueva ocupación yanqui y la sublevación de César Augusto Sandino en Las Segovias en defensa de la soberanía (1927-1932), se forma en Granada el Grupo de Vanguardia, encabezado por José Coronel Urtecho, quien regresó del extranjero con los poetas modernos de Estados Unidos bajo el brazo. La influencia de Ezra Pound es definitiva. Con Pablo Antonio Cuadra y Joaquín Pasos crea una poesía urgente, hermosa, nacida libre, como enseñara Darío. Los vanguardistas, a los que se sumaban Octavio Rocha, Luis Alberto Cabrales, Manolo Cuadra y Alberto Ordóñez Argüello, simpatizaron con Mussolini, y Manolo Cuadra peleó contra Sandino. Con el tiempo rectificaron.

Todos lo harían bien. Los Cantos de Cifar (1971) de Pablo Antonio Cuadra son un logro mayor en nuestro idioma. Joaquín Pasos, genio precoz y malogrado, sería por siempre el joven que no ha viajado nunca. Coronel Urtecho (1906-1994), poeta de suntuosos caudales, de viejo se sumó a la revolución sandinista y la cantó airosamente. Pero nos estamos adelantando. Hubo una posvanguardia de tres Ernestos sensacionales: Martínez Rivas (La insurrección solitaria es una joya de 1953), Mejía Sánchez y Cardenal. Otra vez en Granada, y otra vez, como con Coronel Urtecho, por culpa de los jesuitas. El indispensable Mejía Sánchez vivió en México como maestro y especialista en Alfonso Reyes. Cardenal, aunque cura, resultó uno de los poetas más sixties de América Latina. Tras la revolución de 1979 sería ministro de Cultura cuando los sandinistas enseñaron a leer al país entero.

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El narrador nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), captado el 16 de junio de 2015 en la Ciudad de México, durante una entrevista con La Jornada con motivo de la publicación de su libro Sara, por Editorial AlfaguaraFoto Yazmín Ortega Cortés

Consistentes, y en una continuidad autónoma dentro del mundo hispánico, después de 1950 publican Ernesto Gutiérrez, Raúl Elvir y Mario Cajina Vega. En la década de los 40 nacieron, contemporáneos de Bob Dylan, los futuros miembros de La Generación Traicionada (beat y de derecha) y el Frente Ventana (disidente, que se involucra con la lucha popular). Destacan Beltrán Morales, poeta duro como diamante, Fernando Gordillo e Iván Uriarte. Otro grupo son Los Bandoleros.

El magma poético de Ventana produce, al fin, un narrador importante: Sergio Ramírez. Periodista y político, publica desde los años 60; con Charles Atlas también muere (1976) vimos que había vida después del boom. Exilado en Costa Rica, cuando la ola sandinista se hizo incontenible participó en el Grupo de los Doce que apoyó la revolución contra Somoza. Ya encarrerado, formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional en 1979 y en 1984 fue electo vicepresidente. Nunca ha dejado de narrar, pero una vez que dejó la política (o más o menos), cuando naufragó el sandinismo, dio en crear una encantadora colección de novelas y relatos (Baile de máscaras, El cielo llora por mí, Clave de Sol). Antes de Ramírez, sólo los poetas, y quizás Lizandro Chávez Alfaro, eran narradores de relevancia. Después llegaron Gioconda Belli y Claribel Alegría, pero se acabó el espacio y ya no cupo ni Leonel Rugama.

Por lo pronto, Sergio Ramírez es el segundo colaborador regular de La Jornada que recibe el Premio Cervantes (el tercero si contamos a Fernando del Paso). Salud a los envidiosos.