n pensamiento inane en la madrugada se tornó horas más tarde en la noticia de que Rosaura Barahona había muerto. La congoja irrumpió en nuestra casa. La casa que antes fue de Rosaura y su esposo, Roberto Escamilla, y que pasó a ser nuestra en virtud del azar, una llamada telefónica y un notario.
La familia Escamilla Barahona se mudó a un par de calles y quedamos, además de amigos, vecinos cercanos. Gabriel, nuestro hijo y amigo de los de Rosaura y Roberto, fue el que mejor aprovechó esta cercanía. En la prémiere de Cumbres, su ópera prima, dedicó la presentación a Roberto, uno de los fundadores y director de la Cineteca de Nuevo León (fue separado de su responsabilidad por alguno de los gobiernos insensibles que los habitantes de este estado hemos tenido que tolerar).
Un considerable sector de lectores que seguíamos atentos a Rosaura en las páginas de El Norte sentimos un vacío difícil de colmar. Fue una de las voces críticas más reconocidas que ha dado el periodismo en el norte del país. Sin ser norteña (nació en Ciudad de México), su formación la llevó a asimilar y practicar en sus muy leídos artículos los valores de la franqueza, la honestidad y la valentía; de hecho, valores cada vez más escasos en la cultura de estas latitudes. Legítimamente, ella pudo haber afirmado con Kapuschinski: Este oficio no es para cínicos
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Su estilo, como periodista, revelaba su otra vocación: la de educadora. Se ocupaba de los problemas que resiente todos los días la comunidad: injusticias, penurias, ausencia de un estado de derecho, corrupción, impunidad, contaminación, atropello a los derechos humanos. Lo hacía en un lenguaje de sobremesa sin abandonar la profundidad del juicio. Como cuando todos en la familia, en una de esas charlas, están de acuerdo sobre alguna cuestión y uno de sus miembros señala, con argumentos, que están equivocados. El feeling, muy propio de las mujeres que hacen periodismo, la guiaba a tocar temas que luego los teóricos habrán podido abordar. La clase O, tituló a uno de sus artículos. Dio en el blanco. Fue el momento en que la clase media descendía en la parábola de su ingreso. Compraba una cosa o compraba otra; pagaba un recibo o desembolsaba para otro efecto. Imposible ambas cosas.
En su labor pedagógica de la que se han manifestado deudoras numerosas generaciones, la búsqueda y la renovación eran la propela de Rosaura. En alguna ocasión me tocó participar en una mesa de diálogo con ella y Carlos Monsiváis –otra voz insustituible– sobre el tema de la educación. Allí Rosaura mostró a los que los desconocían, y recordó a quienes estaban familiarizados con ellos, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, de Edgar Morin: la esencia de los principios educativos de la Unesco desplazados luego por los mercantiles de la OCDE y aplicados en México por los tecnócratas que nos gobiernan y en calidad de empleados de ciertos líderes empresariales guiados por la avaricia y el poder.
De repente uno se va poblando de ausencias dolorosas. Rosaura Barahona es una de ellas.
Otra, entrañable, es la de María de Jesús Marqueda (Marychuy, la llamaba yo, y ella a mí, Abrahamcito). Fue indoblegable ante el mandarinismo y la arrogancia –usualmente acompañados de estulticia– de aquellos en quienes encarna la autoridad responsable del equilibrio entre humanos y naturaleza. Y también ante la enfermedad que la tuvo postrada por largos años. Una enfermedad que contrajo, como otros vecinos de su barrio, por vivir alrededor de Cydsa, industria petroquímica que los gobernantes de turno mantuvieron a lo largo de décadas contra las quejas y denuncias ciudadanas de removerla por la emisión de gases tóxicos que generaba. No fueron ellas las que se atrevieran a ordenar a una de sus plantas, Quimobásicos, la supresión de los clorofluorocarbonos y los clorofloruros, compuestos de los más agresivos para la integridad de la capa de ozono. La Ozone Action, una ONG estadunidense indicó que Quimobásicos estaba ubicada por la Nasa como la tercera industria destructora de la capa de ozono. México era uno de los 189 países firmantes del Protocolo de Montreal para eliminar ese tipo de gases desde 1987. El Banco Mundial y el PNUMA, como dice el periodista Raúl Rubio, ofrecieron una fuerte cantidad de millones de dólares a Cydsa para que produjera gases más amigables al ambiente que el nocivo Gentrón12 (CFC)
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A la cabeza de los ciudadanos demandantes se hallaba la señora Marqueda desde el Comité Ecológico Pro-Bienestar. En ella sí anidaban los valores de la franqueza, la honestidad y la valentía. Armada con ellos se enfrentó a numerosos violadores –por lo general empresarios coludidos con funcionarios– del equilibrio naturaleza-sociedad. Siempre apoyada por su esposo, sus dos hijos y un puñado de convencidos de que el futuro del mundo está escrito en la salud del ambiente luchó, pese a sus padecimientos, contra el canibalismo hacia nuestro sustento: la tierra, el agua, el aire.
El servicio religioso dedicado a María de Jesús Mejía Betancourt de Marqueda, ejemplo de ambientalistas (no sin razón, Raúl la ha llamado Guerrera del Planeta) parecía orzar hacia la muy sobada rutina de las misas católicas en las que lo de menos es el motivo por el cual un humano es llevado al templo donde se lo va a despedir. Por fortuna no fue así. Algunos pudimos hacer uso de la palabra para hablar del significado de su vida entregada al servicio de los demás y cruzada contra los que se sirven de ellos. Es lo menos –y también lo más– que se puede hacer por alguien cuya ausencia nos duele.