Octubre: fulgor y caída
principios del siglo pasado el planeta no sólo se dividía en husos horarios, sino también en husos calendarios y por eso Octubre ocurrió en noviembre. Dicen –porque uno no estuvo allí– que una representación de obreros, campesinos, soldados, militantes de toda la vida e intelectuales tomó el mundo por asalto y tuvo la posibilidad de refundarlo todo, de rehacer la sociedad de arriba abajo y, un poder nada desdeñable, de poner nuevos nombres a las cosas. Dicen que tenían prisa: su circunstancia era desesperada, su éxito dependía de circunstancias externas, tomaban como inspiración a los jacobinos franceses y tenían la premonición de que, como éstos, su predominio no habría de durar mucho tiempo; por eso trabajaban sembrando ejemplos a futuro, ideando referencias para subversivos que aún no habían nacido.
Tal vez suene frívolo pero los mecanismos de la identificación no funcionan bien con los revolucionarios del XVIII: hay pelucas, trajes raros, tipografías difíciles y giros del idioma y una visión del mundo inaugural de la época moderna, que ya nos queda lejos. Con los de 1917, en cambio, ya se tiene en común la electricidad corriente, el teléfono, el cine, la aviación y una manera más próxima de pensar y decir las cosas, y en sus obsesiones están ya prefiguradas las nuestras; en buena medida, los grandes dilemas políticos, económicos y éticos –sobre todo éticos– que hubieron de resolver o en los cuales naufragaron, siguen siendo los de hoy; varias de sus discusiones siguen estando en carne viva, muchas de sus conquistas son apenas anhelo en nuestros días y por eso a uno le resultan entrañables.
Hace cien años, en un país en el que hasta entonces las mujeres estaban obligadas por ley a obedecer a sus maridos, carecían de derecho a heredar bienes y de la menor protección laboral, el gobierno revolucionario legalizó el divorcio y despenalizó el aborto, el adulterio y la homosexualidad e instauró la protección obligatoria para las trabajadoras que iban a ser madres. Hubo una coyuntura de la historia en la que se puso a debate todo –pero todo–, desde la industrialización masiva hasta el sicoanálisis, desde la abolición del Estado hasta la pertinencia de conservar el dinero como mecanismo de intercambio, desde la paz a costa de lo que fuera hasta la guerra preventiva. Hubo un régimen en el que la austeridad e incluso la pobreza de los altos mandos era la norma y no la excepción. Hubo hace un siglo una revolución que se vio cercada y acosada desde su arranque y que no encontró mejor solución para sobrevivir que fusilar a quienes podían destruirla, e incluso a quienes, sin exhibir comportamiento reaccionario alguno, habían nacido en cuna aristocrática. Y hubo un puñado de dirigentes que vivieron semejantes decisiones como tragedia y con remordimiento, incluso en un entorno mundial en el que la pena capital era moneda de uso corriente en todos los países.
Dicen –aunque uno no lo vio– que el comisario del pueblo para la Instrucción Pública ordenó enjuiciar a Dios por crímenes en contra de la humanidad y que, tras la sentencia, Lo mandó fusilar en la Plaza Roja el 17 de enero de 1918. Podría parecer una expresión de intolerancia primitiva, de no ser porque fue emprendida por un funcionario que al tiempo que impulsaba la alfabetización universal protegía las manifestaciones destacadas de la cultura zarista (el ballet clásico y los teatros imperiales, por ejemplo) de la furia de los más radicales, difundía la cultura proletaria, daba aliento a dramaturgos como Stanislavsky, promovía el futurismo, admiraba el impresionismo y era autor de una pieza teatral tan quijotesca que lleva por título El Quijote liberado. O sea que tal vez aquella travesura del deicidio deba entenderse en clave de performance (un auto desacramental) y de humorada. Y dicen que hubo conciertos en los que las sirenas de las fábricas fueron usadas como instrumentos en sinfonías monumentales para saludar el Día del Trabajo.
El aliento de la utopía duró unos pocos años. Pronto, demasiado pronto, el infortunio se impuso a la libertad, la contingencia triunfó sobre la necesidad y el poder del sueño fue desplazado por el sueño del poder. La mayoría de los militantes abnegados, honestos y lúcidos que se habían empeñado en demostrar que otro mundo era posible fueron asesinados por su propia criatura: un mundo otro, sí, pero que a pesar de los formidables empeños de la razón revolucionaria nació chorreando sangre y lodo por todos los poros. Cincuenta años más tarde, algunos seguían viendo en aquella gigantesca aglomeración de poder geoestratégico los rasgos de un Estado obrero y se maravillaban de cómo había sido capaz de convertir a la vieja Rusia (que en 1917 se encontraba hundida hasta las rodillas en el feudalismo) en una potencia atómica y espacial.
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A principios de marzo de 1985, después de caminar unas cuadras que el frío volvía larguísimas por lo que entonces aún aparecía en los mapas como Prospekt Marx, desemboqué a bocajarro en la Plaza Roja, el peso histórico del sitio se me vino encima y me abrumó la conmoción. Empecé a sollozar como un idiota, pero de pronto sentí un dolor agudo en los lagrimales y en las mejillas: a pesar de su contenido salino las lágrimas se me habían congelado y más doloroso resultó arrancarme aquellos carámbanos. Fue la única vez que visité el país de Octubre. Los cascarones de los soviets aún se esparcían por el desmesurado territorio y de pura chiripa me tocó presenciar el funeral del penúltimo secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética y el ascenso de Mijail Gorbachov a los máximos cargos del Estado. La primera de esas noticias se supo antes en el resto del mundo que en la propia URSS. Se dijo por ahí que la nomenklatura no quiso informar a la población para no arruinar los festejos del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pero creo que no fue cierto. Cuando entré, como parte de un pequeño grupo de periodistas mexicanos, al atestado Salón de las Columnas en lo que era el Palacio de los Sindicatos, vi de sopetón el cuerpo de Konstantin Ustinovich Chernenko. Como era lógico, estaba acostado y colocado sobre una tarima un poco demasiado alta, de modo que sus fosas nasales por las que se asomaban muchos pelos me quedaban justo a la altura de los ojos. Eso, las suelas vírgenes de sus zapatos postreros y una marcha fúnebre interpretada en bucle y a un ritmo arrastradísimo por una orquesta como de 200 músicos es lo que se me quedó grabado de aquella ceremonia pomposa. Recordé la pugna que se estableció en enero de 1924 entre Stalin y el resto de los bolcheviques por el estilo que habría de imprimirse al funeral de Lenin: ante la escandalizada decencia de los segundos, el primero impuso contra viento y marea un ritual fastuosísimo que culminó, para colmo, con la instauración del culto a un cuerpo disecado.
En esa única visita no observé, pues, casi ningún vestigio vivo de aquel Octubre que sucedió en noviembre, sino un régimen avejentado y un imperio cosmopolita y casi galáctico contenido en sí mismo. A pesar de los yerbajos de corrupción que empezaban a asomar entre las grietas ya visibles de la vetusta edificación se percibía, eso sí, la dignidad de una sociedad que conocía sin alardes su inestimable y doloroso protagonismo en la historia.
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