Opinión
Ver día anteriorLunes 23 de octubre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El estante de lo insólito

Federico Felini

Foto
Ilustración Manjarrez

Creo que la decadencia es imprescindible para el renacimiento.
Federico Fellini.

El cine dentro del cine

L

a película es Amarcord (1973); de pronto, en una calle del poblado de Borgo, un piloto pasa acelerando su bólido de competencia para deleite de los habitantes, con la misma naturalidad estridente y deliciosamente absurda con que las cosas suelen ocurrir en el típico set felliniano; el espacio que es la vida desaforada que Federico Fellini contempla, imagina y escribe, en historias que no son lo que nadie suponía antes de que Mastroianni tomara el megáfono para organizar el conjunto escénico en el mar de confusiones introspectivas de la maravilla conocida como 8 y ½ (1963), el cine dentro del cine, las ideas dentro de sueños que son espirales de confusión, brillantez y reflexión de grandeza humana en el universo de las provocaciones que otorga la noche y los amores que se desbordan por las tetas gigantes de la tendera (María Antonietta Beluzzi) en la misma Amarcord (que significa Me acuerdo, es decir, el cineasta refiriendose siempre a la memoria que se traduce en escenas de lo propio), o el baño noctívago de Anita Ekberg en la Fuente de Trevi en La Dolce Vita (1960).

Memorias de guerra y la primera claqueta

El cineasta empezó como dibujante de historietas (tuvo incluso su propio negocio como cartonista e historietista), donde curiosamente llegó a laborar en la continuidad de Flash Gordon en la versión italiana de la saga, tras la prohibición de materiales de procedencia extranjera (aunque no se eliminaran los títulos originales). Fellini hizo trazos toda su vida, diseñando escenarios, personajes, esbozando escenas, dibujando a sus actores, autorretratándose. Sería su relación con Roberto Rosellini en el desarrollo del guion del clásico Roma, Ciudad Abierta (1945) lo que lo posicionaría en el medio. El largometraje es la obra cumbre del Neorrealismo Italiano con los dramas de la crónica descarnada de la postguerra, con historias que se miraban en las cicatrices frescas y la desolación que cubría parte del espíritu de la Italia en reconstrucción. Un lustro después y con apenas 25 años, Fellini debutó como director haciendo mancuerna con Alberto Lattuada en la película Luces de variedad (1950), un ejercicio que lo metió por completo en la producción profesional y donde ya creaba los actos del guion junto a un colaborador fundamental: Tulio Pinelli, quien como Tonino Guerra, Ennio Flaiano o Bernardino Zapponi, auxiliaron al director en su inventiva escapista, imposible de catalogar en los formalismos tradicionales de la historia fílmica.

Después llegó una película que mostró el genio natural de su narrativa: El Jeque Blanco (1952, que tuvo un primer tratamiento de proyección de trabajo con Michelangelo Antonioni); aunque aún sin la sátira sabrosa contra los elementos del fascismo y la religión católica, es la cinta que exhibe el instinto más ingenuo y genuino de la fascinación por el espectáculo cinematográfico y sus estrellas, normalmente frívolas y abusivas de su condición sobre los espectadores. Wana Cavalli (Brunela Bovo), está enamorada del galán de la pantalla grande y ganador de aventuras fantásticas El Jeque Blanco (Alberto Sordi). La pasión fanática de Wana refejaba la gran popularidad de las revistas fumetti, fotonovelas románticas que emulaban los clásicos con héroes de portento.

Apenas en esta segunda experiencia como director, Fellini marcó el paso de su nuevo sino como creador cinematográfico, donde los personajes cruzan por sus sueños con la misma ligereza que andan la Roma de todos los tiempos, vuelven a sus pueblos, beben para despedir todas las noches, hacen orgías, se masturban en la adolescencia que endiosa a todos los nobles pechos femeninos, se sumergen en la música de todas las sinfonías escritas y pensadas, mientras el director repasa el erotismo temprano de su adolescencia, los personajes que todo lo pueden ( La Strada –1954– y el Zampanò de Anthony Quinn), y fue durísimo y divertido contra todo lo que en símbolos y hasta túnicas con luces neón (la reiteración impositiva, manipuladora y absorbente de los líderes católicos como máquinas tragamonedas), hace de los elementos del catolicismo en Roma –1972–, tierra con territorio cedido para la base consolidada de la religión católica en El Vaticano.

Trata sobre mí

Con el éxito, pero también la presión de expectativas mayores por su cine, Fellini se sintió sin el ímpetu y la claridad para un próximo proyecto en el primer tercio de los años 60. Cerca de abandonar el set entre atribulaciones que no parían ideas concretas, optó por narrar sus disgustos internos, dudas y pasos en falso en la transición imposible de convertir las ideas en materia de cine, es decir, contó la historia de sí mismo usando a su alter ego preciso Marcello Mastroianni para hacer de cineasta confuso y confundido, explorando en su mente revuelta para hacer 8 y ½. Nada sería lo mismo, ni desde la visión de la crítica, ni desde la perplejidad maravillada de sus espectadores.

La stazione cinecittá y el escenario de la vida

Con múltiples ideas diferentes, el realizador siempre procuró tener control sobre sus espacios fílmicos y su condición esencial de captura artística: la luz. Por ello prefería trabajar en estudio, usando cada milímetro de los monstruosos y estupendos foros de Cinecittá. Hay quien dice que él engrandeció los estudios con su arte, en lugar de que el prestigio monumental de su perímetro y alto nivel técnico soportaran su trabajo.

El set cinematográfico de Fellini no sólo es interior de casas y oficinas, sino tierra de horizontes infinitos en el desquiciamiento de la estética etérea de saturaciones sexuales, cuerpos en escenarios de tierras humeantes (Satiricón, 1969), con elefantes postrados (La Entrevista, 1987) o rinocerontes transportados y rescatados de naufragios en Y la nave va (1983), donde también se juega con las perspectivas perfectas entre telas que simulan agua, y el maquetismo de la embarcación en un juego intencionalmente evidente de simulación del sueño, lo que llega al grado máximo de mostrar al equipo de producción detrás de cámaras en imponente set de oníricas posibilidades en Cinecittá.

Una vida de creación en esos magníficos estudios, usados con la serenidad de una técnica tan dominada para dirigir la tramoya de iluminación controlada, como capaz de mostrar la pradera asfáltica de la vía Veneto en la ciudad eterna para La Dolce Vita (1960), donde Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) puede rencontrarse sentimentalmente con su padre en noche de brindis y cabaret, perseguir estrellas del espectáculo, o deleitarse en la fiesta espontánea en que Nadia (Nadia Gray) hace un striptease. Filme que le ganó a la crítica y el público mundial, con el que conquistó Cannes, enquistó el concepto de paparazzi para definir a la fauna reporteril caza-famosos y lo enemistó con los grupos religiosos que (afortunadamente y para desesperación de las conciencias castas y bien portadas) lo definió como pornográfico, Fellini se volvió un cineasta estelar, lo que ante todo le permitió dar continuidad a su carrera con producciones difíciles y muy costosas.

La partitura de rota

El cineasta construye las imágenes que hacen tangibles recuerdos y fantasías de lo concreto y lo inconfesable. La mayoría de sus ensoñaciones fueron alimentadas por la gran música de Nino Rota, conocido lo mismo por su banda sonora para El Padrino, de Francis Ford Coppola (no sólo el clásico fundacional de 1972, sino para la trilogía completa), que por las variaciones de nostalgia, cabaret, circo y locura que acompañan la filmografía de Fellini a través de La Dolce Vita, Amarcord, La Strada, Bocaccio 70 (el póker de relatos que combinaron Fellini con Vittorio de Sica, Luchino Visconti y Mario Monicelli en 1962), Las Noches de Cabiria (1957), Julieta de los Espíritus (1960), o Los Clowns (1970) y, por supuesto, el enredo de afinaciones, sindicatos, amores, disputas y disparates en la sensacional Ensayo de orquesta (1979), argumento propicio para que Rota compusiera temas y variaciones sobre los músicos en su encuentro inmanejable de entrenamiento para un gran concierto. Fue la última composición de Nino Rota y Fellini dedicó el filme a su memoria.

Parlo con té

Los personajes fellinescos se dan la vuelta con regularidad para decirle cosas al espectador. Es una constante que fortalece y, especialmente, engrandece la crónica en primera persona del viajero periodista Orlando (Freddie Jones) en el citado y fabuloso filme Y la nave va (1983). Es la cinta que engloba muchos de los temas primordiales del cineasta: la musas, los viajes, los poderes, la pasión, la desgracia, el humor, el mar y la gran música orquestal (aunque tocando la ópera por vez primera) que cimbra el espíritu en los grandes momentos, con la despedida coral de la gran cantante de ópera Edmea Tetuo, y el tema Claro de Luna, de Debussy, de recurrencias intermitentes en el cine, quizá nunca tan bien colocado como en las evocaciones de la estrella desaparecida, o en ese majestuoso, exótico y sensual momento de la inundación de los camarotes del acorazado llamado Gloria N., mientras el proyector de cine configura las imágenes en el navío inclinado, a punto de fenecer en el mar. Figuras cuya historia atestiguamos pero que también nos explican en súbitos cara a cara contra la lente misma, como el mismo Fellini ofreciendo las muchas otras caras posibles de una idea, un estilo inigualable para expresar y hacer de una fuente un sueño de conquista, de una calentura adolescente un sueño de llegar a ser piloto de carreras, o de llevar el sueño de los excesos eróticos hasta el límite de El Casanova de Fellini –1976–, con el protagonista imponiendo marcas de relaciones sexuales mientras culmina fascinado por una autómata sin las exigencias emocionales que siguen a la carne. Fellini y su mirada, como otra conciencia.

Twitter: @nes