omo no podría ser de otra manera, son múltiples las cuestiones que componen el fenómeno social y político del proceso de independencia que se sigue en Cataluña.
Las hay de índole económica, cultural, histórica, sicológica y emocional. La ponderación de cada una de ellas es difícil de hacer en este momento álgido.
La complejidad del proceso se advierte desde el mismo hecho de que el movimiento por la independencia no ha podido exhibir una mayoría clara de ciudadanos que lo apoyen. Son muchos, sí, pero no la mayoría. La sociedad está partida. Cuando menos hasta ahora.
Todas estas cuestiones enfrentan hoy de modo muy contundente al Estado, cuya forma política es la monarquía parlamentaria con el gobierno autónomo catalán.
El asunto político que está en disputa es el de la organización territorial. La Constitución de 1978 garantiza la autonomía de las nacionalidades y regiones, y la solidaridad entre ellas. El Estatuto de Autonomía regula las competencias que asume el gobierno de la comunidad: administración, señas de identidad y las diferencias, como la lengua, el derecho civil y las relaciones con el Estado y otras comunidades.
El conflicto que se ha creado pone en cuestionamiento esta relación legal y política. Lo hace, estando ya en el límite, mediante la intención del gobierno central de aplicar el artículo 155 de la Constitución. Este dice que si una comunidad autónoma no cumple las obligaciones que impone la ley o actúa gravemente contra el interés general del país, el gobierno puede adoptar medidas para obligar a cumplir con dicha ley. La magnitud de esta intervención es la que deciden ahora Mariano Rajoy y el Parlamento.
La especificidad del sustrato político que caracteriza este conflicto debe tenerse en cuenta. El enfrentamiento está planteado entre la visión gubernamental surgida del gobierno encabezado por el Partido Popular, en alianza con el PSOE y Ciudadanos, y la postura independentista que agrupa en una alianza no natural a distintas concepciones e intereses políticos y económicos de la sociedad catalana. A lo que me refiero es que el conflicto se da en un entorno social determinado que no puede simplemente dejarse de lado.
La ley, por más referencia estricta que signifique en un conflicto político de esta envergadura, no se ejerce en condiciones de pureza o antisepsia clínica. En un entorno claramente más reducido y del ámbito privado, el contrapunto de la letra de la ley y su aplicación puede apreciarse en los magníficos relatos de Ferdinand von Schirach agrupados en su libro Crímenes. Hay una mayor responsabilidad en un conflicto político, por cierto que de todas las partes involucradas.
El caso es que en ambos bandos se advierten rasgos autoritarios que se escudan en nociones manidas de la democracia, la legalidad, las repercusiones de la gestión pública, la corrupción en ambas partes y la misma autonomía en todas sus acepciones.
Este es un asunto relevante más allá de las fronteras de España y las contradicciones que se desprenden del posfranquismo y de la crisis económica y sus expresiones en aquel país, incluida, por supuesto, la comunidad de Cataluña. De este lado del Atlántico tiene, igualmente, un interés más allá de los aspectos formales de la crisis.
Se entiende la relevancia del cumplimiento de las leyes como una manera de conseguir la convivencia social. Como principio regulador es esencial, pero no debe aislarse del ejercicio cotidiano del poder, es decir, del quehacer político. Esa admisión, pues, no excluye el hecho de que los seres humanos debemos ejercer la política para conseguir la concordia como un instrumento adherido a la ley. La política no acaba en la promulgación de las leyes y éstas deben cumplirse cabalmente. Ese es el meollo del asunto.
Eso ha faltado en este conflicto entre el Estado y el gobierno autónomo catalán. El primero decidió actuar hasta que se cometiera un delito y entonces aplicar la ley, un rigorismo político que justifica la represión, la intervención y alimenta las contradicciones.
El segundo ha actuado claramente de modo antidemocrático en su propio parlamento al decretar la ley de secesión y, luego, justificar un referendo que no puede ser vinculante, aunque haya expresado la voluntad de una parte relevante de la sociedad, pero no de una mayoría. ¿No equivale esto a una forma de imposición antidemocrática?
La complejidad del conflicto no facilita una consideración exhaustiva de los elementos en pugna. Los de carácter económico han sobresalido. El dinero siempre está en la escena.
Muchos catalanes de a pie se quejan de que pagan más impuestos que otros españoles, que contribuyen más a los fondos que sirven para mantener a otros españoles menos productivos, que están retrasados en materia de infraestructuras cuando aportan 19 por ciento del PIB del país y las transferencias del Estado a la comunidad en 2015 fueron menores de lo que corresponde por la recaudación real de ese ejercicio.
Como bien ha dicho el notario barcelonés Tomás Gimenez Duart: “Si a la economía le añadimos la incomprensión, la distancia del Estado (del rey abajo, todos), la chulería del yo pago menos y la labor de zapa de los sucesivos gobiernos de la Generalitat, dirigidos con frecuencia por illuminati, el resultado era previsible”.
Si no se pueden arreglar las cuestiones de dinero que llegan a ser tan relevantes, mucho menos se arreglarán las cuestiones políticas y, menos todavía, las percepciones colectivas del conflicto. Un verdadero referendo en este momento serían elecciones en Cataluña y también en España.