a ciudad, en su cauda de historias cotidianas, continúa su vida. Poco a poco se van recuperando sus sonidos diarios, sus caminos de siempre. El vendedor de gas llama a proveerse, la voz adolescente de los modernos ropavejeros inunda las calles, la grabación que ofrece tamales calientitos invade los antojos a sus horas invariables, las mil y un músicas se escuchan en el transporte público y a través de los audífonos de transeúntes apurados, las sirenas de patrullas y ambulancias comienzan a perder su capacidad de generar atención y sobresaltos. Pero nada parece ser igual. Las heridas siguen abiertas en todos los sentidos y los rumbos de la geografía.
Las cicatrices están a flor de piel. Las calles siguen cerradas por escombros. En los parques siguen levantadas precarias carpas de plástico que acogen a niños, mujeres y hombres, familias de todas las edades que esperan desde allí comenzar a rehacer su vida tratando de no perder la fuerza que les queda mientras escuchan pontificar sobre el tequio que ellos mismos, desde el tiempo inmemorial de sus ancestros, inventaron.
El silencio reverencial acude a toda hora al pasar por un inmueble de hogares abandonados. El letrero que exige desde hace meses y meses no al cambio de uso de suelo
sigue colgado de un edificio a punto de caerse mientras, ciegos y sordos, los que vivieron la tragedia como nuevos señores feudales desde sus fortalezas contemporáneas llamadas Centros de Comando y Control inventan y presentan una ley de reconstrucción que sin prever nuevas normas de construcción propone aumentar –sí, ¡aumentar!– 35 por ciento el número de niveles en las edificaciones que se levantarán en los predios que dejaron libres los edificios que se cayeron. Es decir, que si el edificio que se derrumbó tenía seis pisos, con su propuesta de nueva ley ahora tendrá ocho niveles; si tenía ocho, ahora tendrá 11 y, además, no se requerirán estudios de impacto urbano. Como parece que no son suficientes los muertos que se cuentan en centenas y los edificios derrumbados y por derrumbar que se cuentan por miles, la infame idea de la ley de reconstrucción no es tratar de crear algunas bases para una nueva forma de urbanismo, sino subrayar la anárquica redensificación urbana que emerge de la alianza entre funcionarios planificadores y especuladores inmobiliarios que ya vimos que, voraz, genera colapso y muerte.
En su ceguera, parece que sólo han aprendido a dar la espalda a la sociedad que con solidaridad inundó la ciudad inmediatamente después de las 13:14 del martes 19 de septiembre. Dan la espalda al panadero de barrio que, avergonzado por no tener nada más que dar, acudió en su destartalado triciclo a ofrendar su canasta de pan dulce a los primeros jóvenes que organizaron un centro de acopio para que no les hiciera falta nada a quienes ya removían escombro con sus manos. Dan la espalda a la joven investigadora de élite que se bajó del avión que la traía de un congreso que discutía las últimas formas de vencer al VIH para acudir al turno nocturno del puesto de atención médica de un edificio colapsado mientras de día cumplía con su labor en su institución pública. Dan la espalda al taxista que se pasó días y días ofreciendo viajes gratis desde los rumbos de los edificios dañados a los lugares más diversos a los que cualquiera necesitara ir. Dan la espalda a las mujeres de decenas de barrios que rascaron en sus monederos para de allí sacar los ingredientes que convirtieron en tortas que, milagrosas, aparecieron por las calles para saciar el hambre y renovar las fuerzas. Dan la espalda a quienes consiguieron vehículos prestados para reunir y llevar agua, víveres, medicinas, manos y ayuda a los pueblos. Dan la espalda a los grupos de jóvenes que supieron encontrar en las nuevas tecnologías y en el uso eficiente de las redes sociales las maneras de crear soluciones inteligentes a la logística de la solidaridad desbordada y de enfrentar las mentiras y los rumores. Dan la espalda a las decenas de miles de mujeres y hombres jóvenes que vivieron en primera persona la necesidad ética de ayudar a construir un nosotros con sus manos, con su inteligencia y con su imaginación.
En los días que siguieron al sismo del martes 19 de septiembre mujeres y hombres jóvenes se supieron gotas que, unidas, se convirtieron en caudal que inundó a la ciudad con fidelidad, pasión, creatividad y devoción para atender sus heridas abiertas y comenzar a cuidar sus cicatrices. Hoy muchos tendrían que saber que no hay espalda que valga. Detrás de todos sus sonidos cotidianos, en la Ciudad de México y en todos los rumbos de nuestra geografía, hemos de aprender a oír ese caudal de vida y hemos de atrevernos a escucharlo y a mirarlo de frente.