x post facto, revisito la reciente elección alemana tras haberme referido a ella ex ante, en La Jornada del 21 de septiembre. Sería exagerado titular esta nota “AfD, AfD, AfD…”, pero es un hecho que el gran ascenso electoral de Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania), formación de extrema derecha, resultó el aspecto que acaparó la atención de los analistas. De no menor calado, a mi juicio, fue la abismal caída de la social-democracia, del SPD, a pesar del impulso que se esperaba de su nuevo y competente abanderado, Martin Schulz. En conjunto, ambos desarrollos forman una tenaza amenazante que puede triturar diversas opciones viables y positivas de evolución política, social y económica, tanto en Europa como en otras regiones y continentes. Para Angela Merkel, que estuvo lejos de salir indemne, la magnitud del reto es muy superior a la esperada y cabe preguntarse con mucho mayor rigor si, en un cuarto periodo gubernativo y más allá de la coalición que eventualmente se integre, estará en posibilidad de en realidad responder al desafío.
El perturbador avance de AfD reviste una dimensión geopolítica también inquietante: provino, en gran medida, del Este. La inesperada captura de 12.6 por ciento del voto nacional se construyó más en la antigua RDA, donde captó 20.5 por ciento, que en Occidente, donde reunió sólo 10.7 por ciento. Sería conveniente conocer mejor los factores que llevaron a uno de cada cinco electores que vivieron el socialismo real o sus secuelas en Alemania, a inclinarse por una opción caracterizada como un nuevo nazismo. Hay quien considera que el principal factor es la incompleta y desbalanceada integración de la Alemania unificada. Los cerca de tres decenios transcurridos han sido insuficientes para cerrar la brecha: el PIB de Occidente está aún 27 por ciento por encima del oriental; la media del salario mensual en Oriente es 600 euros inferior, y el desempleo, situado en 8.5 por ciento, supera en casi tres puntos al de Occidente. Además, los jóvenes siguen emigrando (véase El País 30/9/17). El afán de convergencia entre ambas repúblicas, iniciado un 3 de octubre hace 27 años, pronto se debilitó y ya en este siglo, con la Gran Recesión, fue de hecho abandonado. Asumida al inicio por la nación, esta responsabilidad fue dejada al mercado –con resultados previsibles. Si se quiere detener el avance de la ultraderecha en la antigua RDA hay que reanudar y hacer más sistemático el esfuerzo nacional de convergencia.
Resulta ilustrativa la lectura de Joschka Fischer, ex líder de Los Verdes y ex ministro de Asuntos Exteriores: “En realidad, el gran ganador de estas elecciones fue la AfD, cuyos miembros incluyen a neonazis y otros extremistas. Su éxito es una desgracia para Alemania. La extrema derecha regresa al Bundestag después de 72 años, y lo hace como el tercer bloque más fuerte. Y ahora es el segundo mayor partido de los Länder (estados federales) que formaban parte de la antigua Alemania Oriental”. (Un mundo infeliz en Alemania, Project Syndicate, 26/9/17, project.syndicate.org)
Muchos han recordado que recabar sólo 20.5 por ciento del voto nacional marcó un punto mínimo para la social-democracia alemana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es un hecho desalentador, que se inscribe en una tendencia que afecta a diversos países europeos, desde España y Francia hasta Escandinavia, y de otras regiones. Debe recordarse, como escribió un analista, que los partidos social-demócratas fueron esenciales para la reconstrucción de la democracia europea después de 1945 y siguen siendo esenciales para el futuro de la democracia en el continente
(NYT, 2/10/17). La declinación de la propuesta social-demócrata puede trazarse en su movimiento hacia el centro del espectro político, imaginado como salvavidas por Tony Blair y Gerhard Schröder. Por una parte, desdibujó su identidad, sumándola a un centro
indefinido y sobrepoblado. Ignoró y dejó de corregir las fallas del mercado, contribuyó al debilitamiento del Estado y resultó incapaz de asegurar la viabilidad de su seña distintiva: el estado de bienestar. En Alemania, como se dijo en el artículo anterior, la coalición con los demócratas y social-cristianos tuvo un costo político mayúsculo para el SPD, como confirma la cuenta electoral de septiembre. No es extraño, por ello, que éste se haya negado a reconducir la gran coalición
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Del lado de los partidos triunfadores –la democracia cristiana y su aliado social-cristiano de Baviera– también se pagó un costo de pérdida de apoyo en las urnas: captó sólo 33 por ciento de los votos (34.3 por ciento en Occidente y 27.4 por ciento en Oriente), la menor proporción desde 1949. Excluida la continuidad de la gran coalición
, como se ha dicho, se han dedicado ya dos semanas a tratar de formar gobierno con los liberal-demócratas del FPD y con Los Verdes. Las discusiones no han sido sencillas. Para abrir al FPD el poderoso Ministerio de Finanzas, la primera ministra convenció a Wolfgang Schäuble, que lo ha regido por ocho años, a dar el salto a la presidencia del Bundestag, un parlamento dividido que ahora distribuye sus 709 escaños entre seis partidos políticos: CDU/CSU, 246; SPD, 153; AfD, 94; FPD, 80; Izquierda, 69, y Verde, 67.
Debe haber sido ambivalente la actitud con la que Schäuble aceptó el ascenso, visto sin duda con alegría no manifiesta en el Banco Central Europeo y algunos países de la UE, Grecia en primer término. Abandonar el ministerio en momentos en que, ya sin el pesado fardo de la cerrada británica, va a definirse una renovada cooperación monetaria y financiera europea debe serle difícil; pero presidir el Parlamento del más poderoso de los países de la Unión, en el momento de redefiniciones resultantes de la salida británica, es una tarea que debe considerar a la altura de su talento, del que nunca ha tenido dudas.
Es difícil imaginar cómo distribuirá su tiempo Angela Merkel, una vez que inicie su último periodo de gobierno al frente de una coalición tripartidista. La conformación de ésta habrá consumido todas sus jornadas hasta mediados o finales de octubre. Después, las demandas serán múltiples: fortalecer la gobernabilidad interna en un ambiente en que será blanco de ataques de todo tipo, como los ya iniciados por los rijosos líderes de AfD; modular los tiempos de negociación de la Brexit con los igualmente exigentes de la reforma institucional de la Unión; seguir tratando de gestionar las corrientes de demandantes de asilo y refugio, cuyo costo político le fue cobrado tan caro; manejar una alianza atlántica vuelta impredecible por Trump, entre varias otras. Las luces permanecerán encendidas en la cancillería federal.