l concluir su visita a Puerto Rico, el presidente estadunidense Donald Trump dio un viraje radical en su postura ante la situación de desastre por el paso de los huracanes Irma y María, y afirmó que los acreedores de la isla van a tener que decirle adiós
a la gigantesca deuda que oprime la economía local. Antes de que los devastadores meteoros destruyeran la infraestructura eléctrica, de comunicaciones y de suministro de agua potable, el estado caribeño ya se encontraba en un escenario crítico por la incapacidad de pagar su adeudo de 74 mil millones de dólares, lo cual llevó a la imposibilidad de contratar nuevos créditos y, en consecuencia, a un visible deterioro socioeconómico, por lo que la condonación era uno de los principales reclamos locales para lidiar de manera efectiva con la urgencia humana.
En medio de la tragedia, y así se haya hecho con las brutales maneras que lo caracterizan, es una buena señal que el mandatario haya rectificado la tremenda e injustificable crueldad con que durante semanas abordó la catástrofe puertorriqueña; por ejemplo, haciendo gala de su ya conocida insensibilidad, Trump llegó a acusar a los damnificados de no hacer lo suficiente para recuperarse
. Aunque indudablemente torpe e incendiaria al haberse producido sin un análisis previo de la estructura de la deuda y sus impactos en el sistema financiero, dicha rectificación era a todas luces necesaria.
Más allá de los efectos que para la recuperación de Puerto Rico puede tener, de concretarse, la condonación de una deuda cuyo carácter impagable era conocido por todos los actores, la declaración presidencial sienta un poderoso precedente para las relaciones entre las naciones que enfrentan trances similares y sus acreedores. Si bien el estatuto de la isla de Estado libre asociado
–es decir, en términos llanos, su situación colonial– obliga al gobierno estaduni-dense a adoptar medidas que rechaza cuando se trata de otras naciones, lo cierto es que tanto en este caso como el de muchos otros, los desastres no fueron causados primordialmente por fenómenos naturales, sino por el sistema económico imperante, el cual debilita la capacidad de respuesta de los estados al imponer una sistemá-tica desinversión en infraestructura básica y una privatización a ultranza de todos los servicios, al tiempo que corroe el tejido social, componente inapreciable de la reacción ante las emergencias.
El anuncio de que los acreedores deberán renunciar al cobro de sus dividendos colisiona con la monolítica postura adoptada por las metrópolis desde la crisis económica de 2008, cuando se instaló una extrema inflexibilidad ante procesos de negociación impuestos por elemental realismo. Ejemplos recientes de inmoralidad bancaria –en que se llegó a la asfixia de naciones enteras por el afán de recuperar préstamos otorgados a gobiernos corruptos y con plena conciencia de que resultaban impagables– son el largo acoso y hostigamiento contra la ex pre-sidenta argentina Cristina Fernández por los denominados fondos buitre
estadunidenses, así como la descarada extorsión griega en contra de Grecia por el Banco Central Europeo, controlado por Alemania.
Trump es un personaje impredecible y volátil, por lo que mañana bien podría dejar sin efecto lo dicho ayer pero, con independencia de su postura final, el reconocimiento de que algunos créditos resultan objetivamente impagables debiera obligar a la convocatoria a un foro internacional para la renegociación de deudas inmorales: aquellas que fueron suscritas de espaldas a los pueblos y cuyo pago significa empeñar el futuro de generaciones.