a reconstrucción que el país tiene por delante debe ser vista como una responsabilidad del Estado en su conjunto, aunque su coordinación deba recaer en una primera instancia en los poderes de la Unión, en particular el Congreso y el gobierno federal. Si se va a hacer acompañar por ciudadanos y notables, organizaciones de la sociedad civil y la academia, no debería ser motivo de mayor discusión: esa compañía es indispensable no sólo para desplegar energías potenciadas y darle continuidad y duración a la solidaridad desplegada en estos tristes días, sino porque es y será una manera de dotar al aparato público en todas sus dimensiones de una legitimidad de la que actualmente no goza. Se trata de un hecho político que tampoco debería reclamar demasiada deliberación y debate, sino acción concertada pronta y oportuna porque en esa debilidad nos jugamos todos buena parte del futuro.
La reconstrucción es asunto técnico y político, de cooperación amplia y sostenida y de acopio de capacidades y recursos mil para empezar a darle cauce y visión a lo que se ha puesto sobre la mesa al calor de la desgracia: los brazos de participación y concierto con que hoy cuenta la sociedad mexicana para darle sentido material al Estado nacional no son suficientes de cara al tamaño de la población, la extensión y complejidad del territorio y el desbordamiento de las fuerzas de la naturaleza que no dan tregua y sí nos enfrentan a dilemas para los que como conjunto social y nacional no estábamos preparados. Lo que tenemos por delante entonces, es una larga y dura temporada de aprendizaje y experimentación, de prueba y error, cuyas implicaciones son y serán múltiples y alterarán sin remedio los equilibrios políticos y sociales tentativos y provisionales a los que hayamos podido llegar en lo inmediato. En estos aciagos y crueles días de recuento y rescate, luto y dolor que no pueden, ni deben, cesar por decreto.
La reconstrucción no puede concebirse como mera reposición de lo perdido. Ello supondría olvidar o soslayar una experiencia fundamental de este y otros acontecimientos trágicos del pasado: que en buena parte, el daño físico y humano, tal vez hasta moral, estaba interconstruido en una infraestructura precaria y en unas mentalidades constructoras dominadas por la resignación ante la escasez y su consecuencia lógica pero casi siempre oculta: que todo eso es provisional y vulnerable pero, al fin y al cabo, lo que bien y mal se puede hacer con los recursos a la mano.
Una idea del mundo material y de la vida humana y su valor como ésta, no puede sino llevarnos a la redición bizarra del mito del eterno retorno que, en este caso, es el retorno de la adversidad magnificada por la celebración un tanto insensata de nuestros logros y avances. Una celebración que, como la que hicimos muchos después del simulacro de las 11 de la mañana del pasado 19 de septiembre, se nos vino encima pocas horas después.
La enorme y formidable ola de solidaridad y cooperación que vino luego alivia y alienta pero no debería servir como pócima para otro olvido, otra posposición para afrontar la hora de la verdad de nuestras precariedades físicas, institucionales, sociales y políticas. Debería ser, más bien, un punto de partida iluminado, por primera vez en mucho tiempo, por un optimismo razonado y razonable.
Sustituir al Estado o caer en el remedo pueril de una austeridad que no puede sino ser nociva y pronto, no nos llevará por buen derrotero. Una reconstrucción basada en más recortes a programas ya recortados no proveerá los recursos necesarios para reconstruirnos, como lo necesitamos. Tampoco servirá de mucho para reivindicar la política y rehabilitar sus órganos colegiados y deliberativos, esenciales en toda democracia plural y representativa. Más bien, será fuente de bochorno y chalaneo; hábitat funesto para más simulación y para distorsionar todavía más los términos y los criterios necesarios para una buena y eficaz redefinición de los valores que deban articular las relaciones de los ciudadanos y sus comunidades con las fuerzas y personajes de la política.
De reconstrucciones tenemos que hablar y de contribuciones robustas, legítimas, tenemos que debatir cuanto antes. Antes de que en aras de la austeridad y la transparencia de los justos, acabemos con la política que nos queda y echemos por la borda el legado de solidaridad y entrega que nos han dado nuestro jóvenes.
Para empezar, rechacemos con firmeza y confianza el absurdo carnaval del desánimo que al grito de no hay dinero
quiere, con cargo a la desgracia, imponernos un régimen hacendario todavía más estrecho, injusto y carente de miras, sensibilidad y conciencia. Qué pena que los partidos se presten a hacerle el juego, con su ridícula manipulación de recursos públicos que, por cierto, no son de ellos.
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