La organización improvisada de los ciudadanos no dio tregua a la búsqueda de víctimas
El ulular de sirenas, polvaredas por doquier y tránsito desquiciado enmarcaron la vorágine citadina
Miércoles 20 de septiembre de 2017, p. 19
Como un déjà vu, fatal coincidencia o ironía del destino, la Ciudad de México volvió a cimbrarse este 19 de septiembre. El interminable ulular de ambulancias, la polvareda de numerosos edificios colapsados –que contribuye a disparar la angustia social–, el revoloteo de helicópteros buscando los sitios golpeados en la capital y la siempre ejemplar irrupción de los jóvenes, que se vuelcan a las calles, renovadamente solidarios ,ante cada nueva tragedia urbana.
Una sacudida intensa que hace inevitable las reminicencias del sismo de 1985. Al paso de las horas, la magnitud del colapso de varias zonas de la capital se revela lentamente, aunque la estadístíca no refleja la zozobra de quienes saben que parientes o amigos se encuentran entre los escombros de más de 50 inmuebles derrumbados o la incertidumbre de cuál habrá sido su destino ante la interrupción de las líneas telefónicas y la saturación de los mensajes de texto.
Vertiginosamente las redes sociales difunden el impacto del terremoto: desde las alturas se divisan columnas de polvo, signo inequívoco de que un edificio sucumbió; se transmite una inmensa llamarada de otro inmueble o se difunde la caída de otro inmueble. Fotos, vídeos que rápidamente socializan las dimensiones de la tragedia y la emergencia, y precipitan la fraternidad social, que de inmediato fluye en los puntos neurálgicos de la ciudad.
Súbitamente, las calles se inundan de gente despavorida que busca el refugio de la calle. Sangre, sudor y lágrimas, mítica frase que resume ahora la multiplicidad de sentimientos de los centenares de miles de capitalinos que ansían el final del prolongando sismo, de esa eterna sensación de estremecimiento.
Pasado el estupor y el susto, la angustia prevalece en gran parte, pero la solidaridad comienza a fluir, como hace 32 años. En la primera línea, los jóvenes, la inmensa mayoría de los cuales no vivió o padeció los estragos de aquel, mítico para ellos, sismo de 1985. Lo que era una leyenda o un remembranza histórica reciente, se torna como una dura realidad, que ha estremecido de nueva cuenta a la Ciudad de México y los convoca a actuar de manera improvisada.
Tan pronto como pasa el efecto del sismo, comienza a palparse la legendaria solidaridad urbana de esta megalópolis que, como en 1985, vuelve a surgir ante la nueva emergencia capitalina.
Otra vez la Roma, la Condesa...
Ante la insuficiencia de la maquinaria y la urgencia de desenterrar gente atrapada o infortunados cadáveres, se utilizan carretillas, carros de supermecado, cubetas o cualquier clase de improvisados implementos para atender la situación y complementar los esfuerzos de las numerosas brigadas de personal de Protección Civil, bomberos, soldados, marinos. Pero, sobre todo, sobresale la participación ciudadana empeñada en rescatar personas enterradas en los escombros de los inmuebles.
Golpeada cruelmente en 1985, la colonia Roma revive las imágenes del pasado y vuelve a convertirse en una de las colonias con mayores estragos, como la Condesa, la Obrera, la Del Valle, el Centro Histórico y la Guerrero.
Antonio Nazario Hernández Rocha, de 52 años quedó atrapado dentro de su casa de dos pisos porque los escombros bloquearon la entrada principal. Elementos de la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México lo rescataron. En medio de una fuerte crisis nerviosa alcanza a expresar que fue sobreviviente del sismo del 85, en la misma casa que esta vez ya no resistió la embestida de la naturaleza.
En las inmediaciones de los edificios que se vinieron abajo, el empeño de los brigadistas e improvisados rescatistas ciudadanos no se detiene, acaso sólo para celebrar el rescate de una persona viva o lamentar la salida de un cadáver que convulsiona. Alegría, tristeza, dolor, angustia. Pero eso no detiene los esfuerzos, no puede haber tregua en remover escombros en búsqueda de vidas humanas.
Ante la tragedia surge la organización improvisada para atender no sólo el momento en los inmuebles destruidos, sino las secuelas inevitables: el tráfico desquiciado que complica el traslado de los servicios de emergencia.
La suspensión parcial del transporte público, la cancelación de las rutas de Metrobús para liberar los carriles a las ambulancias, convierte la ciudad en un caos de gente desesperada que busca el retorno a su casas. Ríos de gente caminaban sobre los carriles confinados. Muchos pedían un aventón en muchas zonas de la ciudad a camiones de mudanza, cargueros o automovilistas. La estación del Tren Suburbano dejó de operar, incluso sacaron a la gente porque en un piso del hotel que se construye dentro salía humo. Horas y horas dedicadas al regreso a sus hogares para el recuento de daños.
Equipados con chalecos que usualmente ocupan para el traslado en bicicletas, los jóvenes se organizan con cartulinas verdes y rojas para controlar el tránsito, ya que los semáforos dejaron de funcionar y lentamente van disipando el inmenso embotellamiento que dominaba prácticamente a toda la ciudad a lo largo de la siguientes horas.
Así transcurrió, como antaño, el 19 de septiembre.