e habían dicho que existía, mostrando a veces fotos, así que medio lo daba por hecho. Las pistas acumuladas ya eran demasiadas. Una pila de libros, no diré que grande, porque son esbeltos, pero sí abundante, en algún tramo del pasillo podría ofrecer prueba suficiente de la existencia de alguien. Le han dado premios, que como se sabe son la prueba de existencia de los escritores. Y yo con mis dudas. Por si no bastara, en días que anduve en Buenos Aires hubo quien hablara de él como sí, por supuesto, en un café aquí a la vuelta. Una amiga afirmaba es un genio
y lo tomé en el sentido coloquial del término en castellano porteño. No que dijera es Einstein ni nada parecido. Ella decía es un genio
repetidamente, de toda clase de personas, así que.
Lo siguen lectores jóvenes convencidos de su existencia en libros que siempre proponen un gancho para dejarse perder. La literatura no ofrece mejor promesa aquí y en China, pero toma poco comprender que uno no debe confiarse, las vueltas que da la vida en sus historias son piruetas extravagantes que te aterrizan donde menos te lo esperas. Los surrealistas lo hubiera expulsado por arbitrario.
No tiene caso enumerar los libros que efectivamente ha leído un lector de Aira, pues nadie los ha leído todos. Nadie en sus cabales, quiero decir. La cuenta pasó de pronto de más de 50
novelas a unas 100
. Hace tiempo, cruzando 5 de Mayo con un admirado amigo, miembro de la Academia de la Lengua, lexicógrafo, guardián del idioma y escritor de todos los calibres, le pregunté no sé por qué, pues fue poco lo que hablamos en ese encuentro fugaz: “¿qué piensas de César Aira?“, y me respondió: escribe demasiado
. ¿Te gusta?
, insistí. Sí, pero escribe demasiados libros
.
Era una forma de decirlo. Como el mar, comienza en cualquier parte. Muchos autores escriben más palabras que él todos los días y acumulan páginas en masa, sin ser lo mismo. Uno lo lee por temporadas y dice ya estuvo bueno. Tres o cuatro novelitas suyas y te empachas de lo inesperado. Lo dejas reposar, lo ninguneas, sus títulos aumentan, compras tal o cual y cuando regresas a él tienes que echar un volado para decidir cuáles acometes. No tiene catálogo razonado, y me parecería irracional intentarlo.
A estas alturas conozco no sólo lectores suyos sino algunos de sus editores (otra cosa que colecciona, en distintos países), quienes le publican títulos diferentes, así que en Chile se leen unos y en Barcelona o México otros. Me seguían faltando pruebas. Hace unos días pude verlo y escucharlo en Querétaro, en persona y en un pequeño escenario ante un centenar de gentes que parecían saber de él más que él mismo, y por sus desenfadadas respuestas me pareció tan probable e improbable como sus propias fabulaciones. Dicen los cables que ya ingresó a la lista de espera del Nobel, y no me sorprende. Si se lo dieron al payaso (sensacional) de Darío Fo, a Sartre que se los rebotó, a Dylan que sólo canta, mal según muchos, que puso la Academia Sueca a prueba con su I’m Not There y se hizo de rogar. Aira mismo en una novela que no he leído (quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra) aventuró que daban el Nobel a Carlos Fuentes. Total, en el mundo donde sucede Aira esos hechos son irrelevantes, lo que la costra y el disfraz ligero esconden es la verdadera y siniestra pregunta de la posibilidad. ¿Es esta historia posible? Uno de los chistes de Aira es que hasta la pregunta carece de relevancia real. Uno va y ya.
Ni modo de intentar una lista de los títulos en que he caído. Puedo mencionar mis dosotres favoritos del citado autor. El primero, especial como un primer viaje de éxtasis o tacha pura y cristalina, sigue siendo mi predilecto: La prueba, pequeño cuento punk de amor y rabia verdaderamente explosivo. Otro: La costurera y el viento, viaje patagónico cargado de viento, distancia y voladores de la Pampa, y es que Aira, como su nombre indica, se pone dónde sopla más la imaginación. Son historias de amor, o sea las que importan en esta vida. Sus temas aparecen tan múltiples que van de un pintor romántico alemán reflexionando paisajes a una traductora estrambótica en un Panamá delirante, de chicas que se hacen monjas o tienen siete años o fueron modernas, a las metamorfosis maliciosas de un repartidor de pizzas en el barrio de Flores (su ocasional Yoknapatawpha). Nada obliga a leerlo. Nada obliga a no hacerlo. Uno en su sano juicio le concede pausas, vacaciones, lapsos a saltos de vida para más adelante recaer entre apaches del sur lunáticos como la luna, así de reales.
Sigo sin saber si Aira existe. Quizás deba seguirlo leyendo, a ver si averiguo.