on el presupuesto federal para 2018 se tiene ya una idea clara de que este sexenio acabará sin modificar el lento ritmo secular del promedio de crecimiento de la actividad económica y del empleo que se extiende ya por más de 30 años. Esta cuestión ha provocado una pregunta recurrente: ¿por qué no crece más la economía mexicana? Claro está que las respuestas son variadas.
El aumento de la inversión y de la productividad en las empresas constituidas formalmente es reducido. Este sector no está engarzado con el que exporta y que se ha insertado en las relaciones de inversión y de comercio en el contexto del TLCAN.
Han faltado las condiciones para alentar el dinamismo en los negocios productivos con más altos niveles tecnológicos y, en cambio, predominan las actividades comerciales y de servicios que son las que jalan al producto sin detonar una mayor expansión.
La informalidad es el rasgo predominante en la economía; abarca más de la mitad del total de lo que se produce y de la ocupación se crea. Constituye, además, una competencia con las actividades formales en materia de costos, como los laborales y los fiscales, lo que significa que el sector informal tiene, en efecto, una especie de subsidio. Las medidas que habrían de reducir la informalidad, según la reforma fiscal, no se consiguieron.
El sector externo, que ha sido el eje dinámico de la economía desde la segunda mitad de los 90, se ha concentrado en algunas industrias (principalmente la automotriz, eléctrica y electrónica) sin establecer las cadenas productivas que fomenten más inversión, empleo y productividad.
Cierto que las exportaciones han pasado de representar 5 por ciento del producto de la economía hasta 30 por ciento. Esto significa una generación de valor, pero que se expresa de manera reducida en el crecimiento. La apertura comercial ha transformado de modo notorio el sector del comercio y, también la configuración de muchas áreas urbanas. El caso de la agricultura requiere, sin duda, un debate particular.
Las reglas de origen son una norma básica de los esquemas de integración comercial y se asocian con los flujos de inversión extranjera que se ha triplicado con el TLCAN. Estas reglas son las que definen la procedencia de los insumos y productos que se intercambian en la zona de América del Norte. Para Mexico fueron un expediente de la expansión exportadora, aunque con el tiempo se han ido conformando de tal manera que se reduce la proporción creada en México. Esto deja una menor cantidad de valor añadido en el país y tiende a acotar el efecto positivo de las exportaciones y limita una mayor integración productiva interna.
Hay, también, un efecto adverso en materia territorial, pues la localización y la aglomeración de las industrias provoca diferencias regionales en el crecimiento cada vez más notorias. La heterogeneidad espacial del país es muy grande.
Este ha sido un gobierno impulsor de reformas. En materia económica, la restructuración del sector petrolero es profundo y es pronto para dilucidar sus efectos estructurales y el carácter de la apropiación de las ganancias que se generarán.
La reforma fiscal ha tenido efectos mas directos, pues se aplica por ley y de inmediato. La recaudación ha crecido, al mismo tiempo la inversión pública perdió empuje y los servicios que se proveen no mejoran al ritmo de las necesidades de la gente.
La visión del desempeño económico que en días recientes se propaga de modo oficial es muy halagüeña, cargada de propaganda, pero no tiene un sustento estructural y sostenible. En el campo de las finanzas el discurso se centra en la reducción de la deuda pública, una demanda central de las cúpulas empresariales y las calificadoras de riesgo, pero las cuentas publicas enfrentan muchas demandas económicas y sociales, como la seguridad social y las pensiones.
El caso es que, otra vez desde la mitad de los años 90 el promedio de crecimiento del producto por habitante ha sido sólo de 1.5 por ciento y con una disparidad muy grande de la distribución del ingreso.
El conjunto de las reformas se planteó originalmente como una profunda transformación en la gestión pública, abarcando la procuración de la justicia, las finanzas del gobierno, la educación, la energía y las relaciones laborales. Con el paso del tiempo las expectativas se han ido adaptando a las condiciones y las formas políticas existentes y muy enraizadas que, en esencia, persisten y tienden a engullirlas.
El planteamiento de las reformas fue un tanto grandioso. Hubo, al mismo tiempo, otras cuestiones que mostraban a las claras que las cosas seguían haciéndose a la manera usual: una práctica de política que se asume como medio para la apropiación patrimonial de índole personal.
Seria útil enfocar la atención en medidas más concretas, cercanas a la existencia de la gente, pero que sirvan para anclar poco a poco una forma de comportamiento de los asuntos públicos y privados y cale más en la experiencia cotidiana de los ciudadanos. Entre ellas destaco apenas algunas.
Podría empezarse por instrumentar una forma nueva de administración pública que se sustente en principios de calidad y austeridad en todos los rubros para generar obras y servicios que sirvan a los ciudadanos. Lo anterior requiere de un apoyo en procedimientos presupuestales, de gestión y judiciales que sean operativos y eficientes y satisfagan los derechos de la gente. Normas laborales que promuevan el empleo formal de largo plazo y no de modo temporal como ocurre ahora, y la carga que supone emplear aliente a las empresas con los procedimientos administrativos más sencillos. Las medidas fiscales requieren un sesgo en favor de la inversión en los negocios pequeños y medianos que crean empleo e ingreso e incorporen nuevos métodos de producción. El esquema gubernamental de bienestar social tiene que acrecentar su calidad y cobertura, reduciendo los incentivos perversos y, sobre todo, con menos uso ilegítimo de los recursos.
Pronto habrá otro gobierno y la discusión del lento crecimiento podrá seguir extendiéndose.