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No Sólo de Pan...

Del árbol enemigo

M

éxico firmó el Acuerdo de París de 2015 sobre cambio climático y, al menos hasta la fecha, no ha seguido al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en desconocer este relevante tratado contra el calentamiento global. Sin embargo, las prácticas reales del gobierno mexicano, en todos sus niveles y, puesto que los gobiernos están compuestos por quienes antes de tener poder son ciudadanos comunes, permitirían generalizar que los mexicanos (salvo los pueblos originarios y campesinos tradicionales, apoyados por sectores comprometidos de la ciudadanía) declararon ya hace mucho ser incompatibles con la naturaleza, que comprende a los seres humanos y, por ende, al prójimo.

La prueba de esta incompatibilidad está en una sociedad dividida entre quienes, por un lado, gozan de un enriquecimiento material imparable y a veces inconmensurable y, del otro, la creciente población a quien se le van arrancando todos sus recursos materiales y espirituales. Baste ejemplificar esto último con la inhumanidad mostrada en las desapariciones, forzadas por el Estado o el crimen, que terminan no sólo en homicidios sino en hogueras o destazamientos corporales, sin hablar ya del sometimiento de hombres, mujeres y niños a esclavitud laboral o sexual, prácticas que superan las guerras entre los pueblos llamados incivilizados.

Pero hay también otros ejemplos de incompatibilidad, menos inmediatamente espeluznantes aunque de mayor impacto para la sociedad presente y futura, como es el trato de enemiga que se da a la naturaleza en general y, en particular en la Ciudad de México a los árboles, pues, aunque existan leyes que prohíben cortar un árbol en propiedad privada, salvo por plaga contaminante o representar un peligro para su entorno cercano, son leyes cuyo precio suele ser asequible para desforestar el propio jardín. En cuanto a los árboles del espacio público, que de tanto en tanto las autoridades siembran sin conocerlos, se vuelven invisibles para ellas hasta que los talan en favor de desarrollos inmobiliarios y se asombran de que haya quien los defienda, o bien durante la estación de lluvias, cuando caen ramas o se producen impresionantes desarraigos de bellos ejemplares aún sanos.

Pero no son el agua torrencial ni los vientos, los culpables. Son los seres humanos que no saben cuidar sus árboles, empezando por quienes tienen el poder en la capital que, por muchos secretarios de Medio Ambiente que pasen, ninguno ha considerado prioritario o, peor aún, ha ignorado la importancia de establecer normas para los árboles públicos, normas establecidas con inteligencia, sentido común y la humildad de la ignorancia que el gobierno padece sobre esos seres que nos proveen del vital oxígeno entre otras invaluables cualidades. Si no fuera así, no veríamos todos los días obreros del sector público o aprobados por éste, cortar salvajemente de un solo lado las ramas de árboles magníficos, dejándolos desequilibrados a merced de los vientos, o aserrar parte de las raíces para arreglar banquetas ahogando los troncos. Pero la autoridad local cree satisfacer a los vecinos (potenciales electores) sacrificando árboles de 50 o más años, como si escuchara el clamor de ¡tírenlo, porque tapa mis ventanas, ensucia de hojas mi patio, se nos va a caer encima en las próximas lluvias, no podemos caminar sobre las aceras levantadas!

Sin embargo, este ensañamiento civil podría haber sido anulado hace tiempo, si los funcionarios, que un sexenio tras otro gastan millones de nuestros impuestos en giras internacionales, estando más atentos al shopping y las selfies, hubieran aprendido algo sobre urbanización en general, que tanta falta hace en esta capital, y si hubieran observado cómo conservan en otras ciudades las arboledas urbanas en armonía perfecta con los habitantes. Porque sí, sí existen maneras de integrar los árboles en una ciudad, como es metiendo las líneas de alumbrado y comunicación bajo tierra, podándolos regularmente de manera que no ensombrezcan las casas y dejen pasar el sol a las bancas donde la gente mayor se calienta y los niños juegan, recogiendo las hojas muertas, que no son basura, para confinarlas en jaulas de composta situadas estratégicamente por toda la ciudad, y, sobre todo, instalando en el nivel de la banqueta rejas de hierro fundido, en forma de estrella alrededor de un anillo holgado que rodea los troncos, como tienen todos los árboles de París, para permitir el paso de agua suficiente para recargar los acuíferos y llevar las raíces hacia el fondo, consolidando el equilibrio y la salud del árbol, al mismo tiempo que los de los peatones.

“Solidaridad con Chiapas y Oaxaca, mi estado adoptivo”