o creo que haya contingente político o inspiración ideológica que, como la izquierda, necesite más de las instituciones del Estado comprometidas con la regulación política, el fomento de la democracia y la protección social. En buena medida, lo que hoy tenemos los mexicanos en esos flancos de la vida pública se le deben a la izquierda, en y desde el gobierno, en y desde la calle y la concertación con los poderes.
Se ha dado por sentado que la izquierda mexicana no ha sido una formación comprometida con la democracia, pero eso es fruto de una mentira repetida hasta convertirla en verdad pública. Ahí están los anales del reclamo y las movilizaciones exigiendo respeto a la Constitución de los años 60 y anteriores, que desembocaron en el glorioso 68.
También está documentado el empeño por organizar trabajadores, hacer valer el derecho laboral, adelantar un cambio profundo en el Estado y la economía, como lo reclamaron Rafael Galván y sus camaradas de la Tendencia Democrática; y así fue el denodado esfuerzo de Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y sus compañeros, por darle al país opciones políticas de cambio pacífico, legal y democrático.
Ahí está también la incorporación de comunistas, socialistas, trotskistas y demás a los canales de la lucha electoral, mediante partidos viejos y nuevos, a todo lo largo del último tercio del siglo XX para confirmarlo. Fueron acciones continuadas, en muchos casos arriesgadas, que conformaron una actitud, una posición política histórica que constituye un auténtico mentís a la especie tan difundida de la antidemocracia de la izquierda mexicana.
Las trágicas utopías de los mexicanos que optaron por otras vías, la de las guerrillas y la acción directa, fueron sueños que no constituyeron rutas ni duraderas ni atractivas para la población, en particular para los jóvenes que en esas épocas se asomaron a la política moderna que no podía ser sino democrática e institucional.
Los yerros, omisiones y excesos de las izquierdas en estos años de construcción democrática no han sido pocos y no se pueden soslayar. Deben ser la materia prima de la crítica política que debe anteceder las decisiones para participar en la sucesión presidencial. Se trate de alianzas de ocasión o para emprender la dura tarea de hacer buen gobierno.
La displicencia con que muchos de sus personeros han visto y atendido la situación venezolana, por ejemplo, dice mucho y mal de lo que sí puede reclamarse a la izquierda histórica y actual. Por años, prácticamente hasta su fin como régimen con pretensiones universales, se vio a la URSS no sólo como un audaz experimento sino como una realidad llena de promesas que habría de desenvolverse hasta consumarse como comunismo.
El desengaño debe haber sido mayúsculo, pero su entrada a la justa democrática que apenas emergía, junto con el inicio del fin del presidencialismo, le permitieron dejar para después un ajuste de cuentas con creencias y convicciones fundamentales, las que tienen que ver con la libertad y la justicia y su posible combinación virtuosa en un cambio de régimen económico y político.
Hoy estamos ante un dilema similar aunque de menor alcance histórico. El llamado socialismo del siglo XXI, que arrancara como un populismo con chequera
, devino en quiebra financiera y productiva y ahora en abierta crisis social y democrática que tanto enorgullecía a los venezolanos.
De la izquierda mexicana sólo hemos oído quejidos por la torpeza diplomática del gobierno, incompetente ante sus obligaciones constitucionales y desde luego en su tarea pedagógica. Papel indispensable por los cambios del mundo, de los que forma parte el torbellino llanero en Venezuela. Por ello asumir una postura democrática congruente es obligado, antes de que se dirima el contenido del flanco propiamente electoral.
De otra manera, la suerte de nuestra izquierda quedará echada en un tiempo en el que su concurso debería entenderse como vital, no sólo para asegurar la vigencia de la democracia sino sobre todo para propiciar un efectivo cambio en nuestra injusta y destartalada economía política. Junto con esto, que de por sí demanda posturas renovadas, la izquierda tiene que coadyuvar a domar el torbellino de irracionalidad antinstitucional desatado, posiblemente como subproducto de la propia decadencia de un régimen que se negó a hacer mutis pero que tampoco se renovó.
El hecho es que el embate contra las instituciones primordiales de dicho cambio no puede aceptarse como ariete de cambio en el orden político, menos en el social. Declarar que el organismo electoral no sirve en su función declarada
y que su ineficacia sólo puede alimentar la sensación de que el asignado al INE es dinero tirado a la basura
, como lo hace el editorial de nuestro diario el viernes, en nada ayuda a esclarecer un panorama político enturbiado.
Y lo mismo puede decirse de aseveraciones como las de Galván Ochoa en la misma entrega del viernes. “Pareciera que (los consejeros) ven las elecciones presidenciales como botín (…) La codicia que se advertía en el proyecto de las nuevas oficinas reaparece en el presupuesto. ¿Hay manera de detener este abuso contra los contribuyentes?”
La evaluación y la crítica forman parte de la conversación democrática y son consustanciales a las visiones y proclamas de una izquierda que a fuer de democrática se asume socialista. Pero tiene que ser una crítica pensada como vehículo para el fortalecimiento y la renovación de las instituciones.