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Barcelona, culpables y responsables: más alla del terrorismo
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las 12 horas de este viernes 18 de agosto, España entró en catarsis. En todos los ayuntamientos del Estado se convocó a actos de repulsa contra los atentados terroristas que sacudieron Barcelona y Cambrils. Dos furgonetas conducidas por jóvenes, cuyas edades fluctúan entre 17 y 30 años, embestían a viandantes con un intervalo de horas. En Barcelona, 14 víctimas mortales y más de 100 heridos; en Cambrils, los cinco terroristas resultaron abatidos a manos de la policía autónoma. El modus operandi ha sido calco de los ocurridos en Londres y París. Mientras se hacía el silencio, en Barcelona, de manera espontánea, los asistentes entonaron la frase: ¡No tengo miedo! Una manera de crear confianza, de recuperar el pulso de lo rutinario, comenzar el luto y honrar a las víctimas. Lamentablemente nada parece indicar que el miedo ha desaparecido. Conscientes, tal vez, de la gravedad de la situación, su declamación responde a una necesidad de contrarrestar lo inevitable.

Estos atentados han venido para quedarse. Su origen espurio se encuentra en las acciones de las llamadas tropas aliadas de Occidente, encabezadas por Estados Unidos, invadiendo países como Afganistán, Irak, Libia, fomentando guerras en Siria y desestabilizando gobiernos considerados enemigos. ¿Qué otro sentido tienen las palabras de Mariano Rajoy señalando que combatirán siempre a quienes deseen destruir nuestra forma de vida y nuestros valores? O mejor aún, cuando señala con rotundidad que el problema es global y que la batalla contra el terrorismo está ganada En otras palabras, Occidente se considera dueño del mundo y Estados Unidos se proclama defensor de los valores que, dice, les pertenecen por derecho propio. Hasta el mismísimo Donald Trump, quien no tiene empacho a la hora de proteger a sus amigos del KKK y, de paso, promover intervenciones militares a diestra y siniestra, muestra su pesar y condena los atentados en Barcelona.

La espiral del miedo y el terrorismo yihadista ha calado hasta los huesos. No importa que las medidas implementadas por los aparatos de seguridad y los gobiernos publiciten la normalidad. A pesar de los controles, la colaboración de las comunidades musulmanas, la vigilancia en los puntos calientes y el apoyo de gobiernos amigos es poco probable que estos atentados dejen de producirse. El origen es la causa del problema, y mientras se oculte será imposible que desaparezca en el corto y mediano plazos.

Sabemos quiénes son los culpables, aquellos que cometen el delito, pero los responsables residen en la Casa Blanca, el Pentágono, el 10 de Downing Street, el Palacio del Elíseo o la sede de la Organización del Tratado del Atlántico Norte en Bruselas, por citar algunas. No hay que extrañarse: la Unión Europea y Estados Unidos han sido los causantes del nuevo terrorismo que asola sus ciudades. El resto es tirar balones fuera.

Nada hace pensar que la realidad pueda revertirse. El llamado Estado Islámico (Isis) se asentó, expandió y tiene sus fundamentos en las invasiones de Irak y Libia, países destruidos y desarticulados como estados, reducidos a reinos de taifas, donde el control político por las tropas del Isis han posibilitado la toma de ciudades, proclamando el Estado Islámico. Sin olvidarnos de la guerra en Siria, recreada desde los centros de poder en Washington. Estas agresiones no han pasado desapercibidas a los ojos de la comunidad musulmana y los pueblos árabes. Los ataques a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, fueron la culminación de ese hastío y marcó un punto de inflexión. Bajo la declaración de guerra contra el terrorismo islámico se confundió, manipuló y presentó a una cultura milenaria y una religión, la musulmana, como la causante de todos los males en el mundo. La declaración de guerra contra el terrorismo islámico, por la administración de George W. Bush, fue el error que nos sitúa en Barcelona.

Para muchos jóvenes, hijos y nietos de musulmanes arraigados en Francia, Bélgica, Alemania o España, las políticas fomentadas o amparadas por los gobiernos, criminalizando el islam y sus seguidores, son la fuente del conflicto. La falta de oportunidades, el desempleo, la marginalidad y la sobrexplotación coadyuvan a crear ese malestar contra la sociedad de consumo, identificada con la decadencia de la moral occidental y el capitalismo.

El Isis se apoya en tales condicionantes para sumar adeptos y mártires a sus filas. Una llamada para miles de jóvenes musulmanes que rechazan la dominación militar y deciden luchar contra el invasor. Lo desgarrador es la identificación del objetivo con la necesidad de causar el mayor dolor, desgarrando y poniendo en tela de juicio los propios valores de la vida. El enemigo no tiene sexo ni edad, y carece de humanidad. Barcelona debe hacernos reflexionar y evitar declaraciones pomposas y propagandísticas que hablan del triunfo de Occidente. La guerra no es religiosa, sino geopolítica, por el control de las materias primas y la dominación imperialista.