Continúa la saga de los habitantes mexicanos de la Torre Trump
asta hace muy poco, yo confundía el horno de microondas con el CPU de mi computadora. Luego cursé un diplomado de análisis de opinión pública en la Ibero. No fui mal alumno, al contrario, a las teorías sabias y documentadas de mis maestros yo agregaba para mis compañeritos algunos facts que no suelen venir en los libros de texto, pero que son de una eficacia inatacable cuando se quieren explicar los intríngulis de una elección. Ellos, mis maestros, como la mayoría de los consejeros (algunos lo eran), lo más cerca que habían estado de una casilla era cuando hacían cola para votar y luego tenían que solicitar un edecán para que les indicara cuáles eran los caminitos para marcar su voto y depositarlo. Más tarde, en las reuniones de todo el día, se intercambiarían emociones. ¡Su primera vez! Nosotros hacíamos lo mismo, pero en otras ocasiones y diferentes motivos. Bueno, lo que quiero decir es que de ignorante absoluto de lo que se llama hardware me convertí en un cibernauta, digámoslo con cordura, como Neil Armstrong, en sus mejores correrías (o sea sobre Sunset Boulevard de Los Ángeles o el Strip de Las Vegas), no sobre la superficie lunar, como algunos suponen.
Ustedes me dan el ADN de la consuegra de la madre Eva y yo les doy el o los posibles árboles genealógicos, incluyendo, lo admito, algunos desvíos, imprecisiones o daños colaterales, pues toda esta ciencia la he usado para explicarme la línea sucesoria de los departamentos 59-C, 59-D y 59-M adquiridos en las Torres Trump por la familia de don Rogerio Azcárraga. Como esta columneta presume de radical, y esto significa ir a la raíz de las cosas, me aventé unos añitos atrás.
El trabajo arduo, la constancia y, por supuesto, capacidades innegables y avidez por el poder y el dinero han conducido la línea de vida de algunas familias migrantes del viejo mundo, desde el siglo XIX. Los apellidos que desde los inicios y hasta la fecha forman parte de la heráldica más deslumbrante de la realeza autóctona se entrelazan y entronizan: Azcárraga, Vidaurreta, Milmo, Hickman, Romandía, Fastlicht, López Rivera, Madero.
De origen vasco, don Mariano Azcárraga de López Rivera se asienta en el viejo pero siempre emocionante puerto de Tampico. Allí conoce a la joven Emilia Vidaurreta, con quien establece formales relaciones que en aquellos tiempos conducían, sin remedio, a contraer nupcias bajo el indisoluble sacramento del matrimonio. Los hijos eran bendiciones del cielo que nadie en su sano juicio se atrevía a cuestionar. En este caso, las bendiciones se llamaron Emilio, Raúl, Gastón, Enriqueta y Bertha. Raúl casó con una bellísima pariente de don Pancho Madero, Balbina. La bella Balbina acostumbraba asistir con su familia a un elegante casino instalado en el último piso del número 20 de Paseo de la Reforma (al lado del periódico Excélsior). Era la Casa de Coahuila. Ustedes comprenderán que estaba muy lejos de ser un albergue para estudiantes o viajeros de ese estado. Pronto se convirtió en un club de admisión reservada: cuotas, consumo y, sobre todo, vestimenta. Se prohibieron los pantalones de mezclilla, (hasta el día 15 de septiembre) ¡pa’ los dos que teníamos! Se exigía corbata y nada de chaquetitas ni sacos (esos nos los turnábamos). Cuando uno de nosotros iniciaba un hipotético ligue, los demás nos poníamos con nuestro cuerno, para que pudiera entrar e invitar un refresco. Frente a nosotros pasaban las Madero, las Eddy, las Garza Felán y las Hernández y Aguirre Elguézabal. En aquellos tiempos, cuando en nuestras prepas lo mexicano contaba, todos gustábamos de parodiar a los poetas que hablaban por nosotros. Allí decíamos: Mujeres que pasáis por avenida Reforma, tan cerca de mi vista, tan lejos de mi horma
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Pero queden atrás las saudades y regresemos con Raúl Azcárraga, que fue quien desposó a la bella señorita Balbina con quien procreó tres hijos: Olga, Cristina y Rogerio. (Como ven, ya vamos llegando). Este último contrajo nupcias con doña Lorenza Romandía. Su descendencia: Jaime, Lorenza y Andrea.
Agotado de haber incursionado en un género que me rechaza, como la Casa de Coahuila en mi precaria juventud, regreso al que debió haber sido el dato central de esta información: el propietario de los departamentos 59-C, 59-D y 58-D en el númnero 725 de la Quinta Avenida de Nueva York 10029, es... la empresa de bienes raíces Central Park Realty Holding Corp, fundada en esta ciudad en 1983.
Andrea Azcárraga es la CEO (chief executive officer) de la sociedad, al tiempo que ocupa el cargo de directora de continuidad y relaciones públicas de Grupo Radio Fórmula, cuyo director es su padre, don Rogerio. Ella realizó los trámites de compraventa, aunque por razones desconocidas la documentación oficial está firmada por su hermana Lorenza Azcárraga. (Esperemos en Dios que este trámite realizado más al desgaire que el exigido por los notarios del estado de México no les haga pasar algún momento desagradable, como dijera el clásico secretario ante el hoyo negro morelense).
Lorenza, de 1988 a 2010, estuvo unida en matrimonio con Hernaldo Zúñiga Gutiérrez. En mi vida había escuchado ese nombre y menos que quien éste portaba era compositor, músico, arreglista e intérprete de altos vuelos. Cuando leí para qué cantantes ha escrito éxitos, los premios que ha obtenido y con quiénes ha compartido escenarios, me sorprendí. Por pura curiosidad, de la que mató al gato y ha hecho célebres a multitud de curiosos, me daré una vuelta a comprar algunos de sus discos en una de esas tiendas que hace tiempo enterraron a Margolín (la más famosa tienda de discos en los años 60) y que ahora la están pagando con Spotify, el fantasma que recorre el espacio
y nos permite bajar la música que se nos antoje por una módica cuota.
Para terminar este inusitado y empalagoso recorrido por el mexican jet set, tan sólo dos pequeños datos de actualidad: en 2012, Radio Fórmula fue considerada por la revista Líderes Mexicanos en el lugar 24 de los 300 líderes más influyentes de México. Hace apenas unos meses, en Los Pinos a Rogerio Azcárraga Madero se le hizo un reconocimiento por impulsar la libertad de expresión
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De los inquilinos o copropietarios de las Torres Trump me quedan pendientes ya solamente tres en mi lista. Esto en lo absoluto significa que agotamos la nómina de esta escalera para ascender al cielo. Recuerden que se necesita una grandota y otra chiquita. a) Juan Francisco Beckman Vidal, su esposa María de Jesús Dora Legorreta y su hijo Juan Domingo Beckman Legorreta. Aunque su inversión no es en lo absoluto despreciable, los pienso dejar al final como prueba plena de que soy un hombre agradecido. Esta familia mucho tiene que ver con los Cuervo, a quienes no conozco personalmente pero de quienes, bien no gratuitas, he recibido algunas atenciones en momentos muy urgidos. b) Don Elías Sacal Cababis y su hijo Marcos Sabal Cubis, descendientes del banquero de origen judío Marcos Sacal Aspani. Yo, lo reconozco, en otros tiempos me compré alguna bronca con algún banquero, pero con un judío, jamás. Bueno, de los chistes (uno tras otro) que solía contar mi compañerito Eduardo Luis Feher yo me reía con toda puntualidad, aunque fuera la quinta versión la que escuchaba. Resulta que era el niño judío más educado, cálido, sapiente y sencillo en la tierra de Trucutú, que era nuestra facultad. He sabido que a nuestra quinta edad, Feher llega cargado de méritos y reconocimientos. Se los ha merecido, estoy seguro. c) Alejandro Ramírez Magaña. Alguna vez en la persona de su representante, el compañero cácaro, de uno de sus múltiples multicinemas, le he remitido alguna silbatina por cuestiones de sonido, enfoque o fuera de cuadro. También mi agradecimiento cuando me cobran como betabel reconocido sin pedirme más credencial. Terminaremos con ellos esta saga de los Los habitantes mexicanos de la Torre Trump
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Twitter: @ortiztejeda