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Querido Ramón Xirau
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La bandera catalana cubrió el féretro con los restos mortales de Ramón Xirau en el homenaje de cuerpo presente que ayer se rindió al poeta, filósofo y académico en El Colegio NacionalFoto José Antonio López

En campos de zafiro pace estrellas

T

raté con cercanía a Ramón Xirau a partir de los años setenta, cuando asistí a su seminario Poesía y Filosofía en la UNAM, donde muchos de sus asiduos desentrañábamos, bajo su docta guía, las complicaciones retóricas de Las Soledades de Góngora. Ramón se apoyaba en su extenso conocimiento que transitaba por el nombre dual de sus lecciones. Y sí, costaba mucho trabajo (quizá más que las aproximaciones a Góngora), la lectura casi imposible de sus labios, sosteniendo el eterno cigarro, se precisaba de un oído finísimo y de la atención completa para descifrar lo que enunciaba. Pero lo que enunciaba nadie quería perdérselo. Era sabio. Era interesante. Abría las fronteras que nos aproximaban, primero a Góngora, pero también a la trayectoria de Xirau como poeta, filósofo, catedrático, persona entrañable, amigo.

Ramón Xirau era un buen maestro que no agobiaba a los estudiantes con el despliegue pretencioso de su erudición. No, los datos iban cayendo, como al desgaire, dando a conocer sus aproximaciones intelectuales con el pensamiento universal que, de cierto modo, eran pertinentes a los comentarios sobre la poesía de don Luis de Góngora y Argote.

En aquel tiempo, por razones de prejuicios familiares sobre el desarrollo intelectual femenino, yo era una década mayor a los estudiantes y, por ello, una década más cercana a los maestros, con algunos de quienes establecí una larga amistad de adulto a adulto. Ése fue mi privilegio, y Ramón Xirau uno de aquellas seres legendarios que fue mi amigo.

Ahí, cobijados bajo su sombra magisterial, un grupo pequeño de su seminario intentó forjar una revista que resultó ser de solo un número. Hace años que una de aquellas personas vive en París, otra es maestro de la misma facultad tan querida por Xirau, la de filosofía y letras, donde su seminario consiguió englobar ambas maneras de hacerle frente a las inquietudes humanas. Ya hace mucho tiempo, otro integrante de aquel proyecto efímero de revista tuvo un final sumamente trágico, hubo dos más de quienes no tengo noticias, y yo, que buscaba recobrar el tiempo perdido.

Visité a Ramón Xirau en su casa con cierta asiduidad y, si en el seminario se mostraba como la persona muy culta que era y de lo que no alardeaba, en su casa fue siempre un huésped discreto y amable. También él visitó mi casa en algunas reuniones con personas amigas del medio. En aquel entonces los encuentros eran más fáciles, la ciudad, más amable.

Le agradezco enormemente al doctor Xirau que una de las primeras críticas sobre mi libro inaugural, Círculos, fue un comentario suyo en la mítica revista Diálogos, que él dirigió con excelencia. Y Poesía y conocimiento el primer libro suyo que recibí de su propia mano lleva, como varios posteriores que asimismo recibí, palabras cálidas de su puño y letra. Por ahí de los años ochenta, llegaban a mi casa sus libros autografiados y al domicilio de Xirau llegaban los míos. Era un juego inocente de toma y daca, que nos mantenía con cierta proximidad libresca. Y eso, a pesar de que lo mío eran incipientes novelas y lo suyo, reflexiones eruditas.

Posteriormente coincidimos en varios sitios y, estos años últimos, en un restaurante de la calle de La Paz en el barrio de San Ángel. Sin embargo, el recuerdo entrañable que conservo es tanto el de las sesiones de aquel seminario maravilloso, como la recepción y entrega de nuestros mutuos libros que me llevaba a sentirme agradecida de ser su amiga. En uno de aquellos ya lejanos envíos librescos, yo le había hecho llegar antes uno mío: Casi en silencio, y Ramón Xirau me envió Dos poetas de lo sagrado, aludiendo a aquel silencio en su dedicatoria.

Y ahora yo, casi en silencio, lo recuerdo con la admiración que se merece.