isión futurista en el canto de los aztecas:
“Los socavones
pasan,
pasan: Nunca cesan.
El viento pasa,
pasa, nunca cesa.
La vida pasa,
nunca regresa.”
(Trece poetas del mundo azteca. Textos de Miguel León- Portilla).
Vivo resplandor, que se percibe desde torres parabólicas destructivas y de eco en eco, se repite y repite, por toda la República para atraer más muerte, que llegan en estrepitosos silencios, tumultos imposibles de describir y crean ese desquiciamiento que no se puede ya encubrir.
Madre devoradora de sus hijos perdidos en el socavón de la tierra en el libramiento de la carretera de Cuernavaca hacia Acapulco, en el que perdieron la vida un padre y un hijo de la manera más terrorífica: asfixiados dentro de un automóvil que no pudo ser liberado. Tierra devoradora de hijos en medio de lodazales o del fuego que las torna cenizas. Por sólo mencionar los últimos y más dramáticos acontecimientos.
Duelos negros que no han sido elaborados y que se remontan hasta el nacimiento de nuestro país como nación. Recuerdo, repetición y elaboración
freudianas. Se repite para no recordar el dolor sufrido al experimentar otro dolor más reciente que cubre el anterior. En términos de Jacques Derrida, el terrible Mal de archivo.
Como maldición la tierra madre se traga a sus hijos y tiene la necesidad devoradora de seguir, de seguir esta fatal suerte. Ayotzinapa, etcétera. ¿Cómo identificarnos con el dolor de los familiares y amigos de los desaparecidos que viven este moderno infierno que deja sin piel, en los huesos, flotando en medio de espantosos dolores, provocadores de un nuevo proceso destructivo, desgarrador?
¿No será que en cada muerte de las recientes en tierra mexicana, cada uno de nosotros también desaparecemos identificados con el dolor de los más cercanos y los desaparecidos? ¿Cómo borrar la muerte de dos mexicanos, como nosotros, en las aguas negras, desaparecidos en medio de agitados tumbos sin que llegara el auxilio correspondiente?
Máscaras y más máscaras de nuestro ser, para cubrir el dolor desgarrante del campesino, hoy en la ciudad; de no saber quién es y no importarle, no vincularse con nadie; que al fin nacemos en el desamparo y solos; y en el desamparo moriremos con una dignidad que una vez más se escapa.
La miseria en que viven millones de mexicanos es miseria de todos; incluye la riqueza de los 300, 400 y otros más, contrapartes, que son un “canto mexicano que estalla en un carajo,/ estrellas de colores que se apagan,/ piedras que nos cierran la puerta al contacto,/ que diría Octavio el otro poeta. Vosotros señores, no lloréis más, que hay lluvia de llanto. ¡Oh!