Domingo 2 de julio de 2017, p. a12
Del padre del cuento, Antón Pávlovich Chéjov, de la editorial madrileña Páginas de Espuma, distribuida en México por Colofón, publica Cuentos completos: 1894-1903, edición de Paul Viejo, cuarta y última entrega de la serie que reúne toda la narrativa breve del autor ruso universal, el camino de Chéjov, completo
. Con autorización del sello, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de La dama del perrito
, relato incluido en este tomo
La dama del perrito
Se contaba que una cara nueva había aparecido por el paseo marítimo: la dama del perrito. También a Dmitri Dmítrievich Gúrov, que ya llevaba un par de semanas en Yalta y se encontraba habituado al lugar, empezaron a interesarle esos rostros nuevos. Desde el pabellón del Vernet, donde estaba sentado, vio caminar por el paseo a una joven dama, una rubia mediana de estatura, tocada con una boina. Un pomerano blanco corría detrás de ella.
Se la encontró más veces, después, tanto por los jardines como en la plaza. Paseaba sola, con la misma boina, con el mismo pomerano blanco. Nadie sabía quién era, y simplemente la nombraban así: la dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos –pensaba Gúrov–, no estaría fuera de lugar conocerla.”
Él no llegaba aún a los cuarenta, pero ya tenía una hija de doce años, y dos hijos más en el colegio. Se tuvo que casar pronto, siendo todavía estudiante de segundo, y su mujer parecía ahora bastante mayor que él. Ella era alta, tenías la cejas oscuras, era estirada, de gestos graves y firmes, y, tal como ella misma se definía, una mujer de las que piensan. Leía mucho, había dejado de escribir el signo duro en las cartas, no llamaba a su marido Dmitri sino Dimitri, aunque él en su interior la considerase corta, una estrecha y una zafia. La temía y no le gustaba estar en la casa. Había comenzado a engañarla hacía ya tiempo, la engañaba con frecuencia, y era tal vez por eso que casi siempre hablaba mal de las mujeres y cuando se las nombraba en su presencia, solía decir algo como:
–¡Raza inferior!
Pensaba que había aprendido de ellas lo suficiente, a través de su amarga experiencia, como para llamarlas como quisiera, y a pesar de eso no podía pasar ni dos días seguidos sin esa raza inferior
. Cuando estaba entre otros hombres se aburría, se hallaba a disgusto, y era frío y poco hablador con ellos, mientras que cuando se encontraba entre mujeres se sentía libre, sabía de qué hablar, cómo actuar, hasta permanecer callado le resultaba más sencillo. En su físico, en su carácter, en su interior, había algo atractivo, apenas perceptible, que predisponía hacia él a las mujeres, algo que las seducía. Él lo sabía y al mismo tiempo sentía también una fuerza que lo empujaba hacia ellas.
Las continuas experiencias, en efecto amargas, le habían enseñado hace ya mucho que cualquier acercamiento, aunque al principio amenizara la vida y fuera una aventura sencilla y agradable, se convierte inevitablemente para las personas decentes –sobre todo para los moscovitas, tan lejos de reflejos e indecisos– en un verdadero problema, en algo complicado que al final termina por hacerse insoportable. Pero cada vez que tenía un nuevo encuentro con una mujer interesante, toda esa experiencia se le desvanecía en la memoria, comenzaba a sentir deseos de vivirlo, y todo parecía fácil y divertido.
En una ocasión, mientras estaba atardeciendo y él cenaba en el jardín, la dama de la boina se acercó tranquilamente hasta sentarse en la mesa de al lado. Ya fuera por su expresión, por su forma de andar, por su vestido o su peinado, sabía que ella pertenecía a la alta sociedad, que estaba casada, que era la primera vez que iba a Yalta, que estaba sola, y que se aburría... En todo lo que se contaba sobre la decadencia de las costumbres del lugar había gran cantidad de mentira, él despreciaba esas historias porque sabía que, la mayoría, las inventaban las personas que pecarían de buena gana si es que pudieran hacerlo. Pero cuando la dama se sentó en la mesa de al lado, a tres pasos, se acordó de esas historias de conquistas fáciles y escapadas a la montaña, y al momento se sintió preso de la idea de una relación rápida y pasajera, de un romance con una desconocida de quien no conocía nombre ni apellido.
Llamó cariñosamente al pomerano, y cuando se acercó, lo amenazó con el dedo. El pomerano lanzó un gruñido, Gúrov lo volvió a amenazar.
La dama le dirigió la mirada y, al momento, bajó los ojos.
–No muerde –dijo, mientras se sonrojaba.
–¿Le puedo dar un hueso? –y cuando ella asintió, le preguntó con amabilidad–: ¿Hace mucho que está usted en Yalta?
–Como cinco días.
–Yo llevo aquí ya dos semanas.
Permanecieron un poco en silencio.
–El tiempo pasa rápido, pero a la vez es todo tan aburrido –dijo ella sin mirarlo.
–Es solo lo que se suele decir, que esto es un aburrimiento. Después viene alguien que vive en un sitio como Bélev o Yizdra, donde no se aburren. Pero llega aquí y empieza ¡Ay, qué aburrimiento! ¡Cuánto polvo!
Ni que vinieran de Granada...
Ella se rio. Siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos. Pero después de comer ambos salieron juntos y entablaron una de esas conversaciones ligeras y leves que se tienen entre personas libres y satisfechas, a quienes les da igual dónde ir o de qué hablar. Hablaron, mientras paseaban, de la rara iluminación que tenía el mar, del suave y cálido color lila que tenía el agua y cómo la luna arrojaba sobre ella una franja dorada. Hablaron del bochorno que se quedaba tras un día caluroso. Gúrov le contó que era de Moscú, que había estudiado filología, pero que trabajaba en un banco; que en algún momento se había preparado para cantar en una ópera privada, pero que después lo había dejado; que tenía dos casas en Moscú... De ella pudo saber que se había criado en Petersburgo, pero que se había casado en S., donde llevaban dos años viviendo; que permanecería en Yalta un mes, que tal vez viniera también su marido, que también quería un descanso. No sabía muy bien en qué organismo se desempeñaba su marido, si en el gobierno provincial o si en la administración rural, y eso le parecía divertido. Además, Gúrov se enteró de que ella se llamaba Anna Serguéievna.
Ya en su habitación, más tarde, estuvo pensando en ella y en que probablemente al día siguiente volverían a encontrarse. Eso tendría que pasar. Recordó, al acostarse, que hacía poco que ella era una estudiante, como lo era su hija ahora. Recordó la timidez y la torpeza que había aún en su sonrisa, mientras conversaba con un desconocido. Seguramente fuese la primera vez en su vida que estaba sola en una situación así, en la que alguien iba tras ella, la miraba y le hablaba con un propósito oculto que ella no podía sino adivinar. Recordó su cuello fino y delicado, sus bonitos ojos grises.
Pero algo en ella me da pena
, pensó, y se fue quedando dormido.