iscutir el proceso electoral de 2018 empieza ya a ser cansado, sea porque se manifiesta como algo ya muy visto, o porque aparece como un territorio monopolizado por los partidos, los políticos profesionales y los gobernantes. De las tres posibilidades en actitud política que establecía el célebre analista de lo público Albert Hirschman en su libro Salida, voz y lealtad (la salida como negativa a jugar, ante el convencimiento de que no se puede cambiar el orden vigente; la voz como expresión de la protesta que busca su modificación, y la lealtad como el acatamiento de las tendencias prevalecientes), pareciera que a la sociedad civil mexicana no le quedara otra alternativa que la resignación.
Adaptando esta clasificación a la situación político-electoral del país, se podría decir que hoy la lealtad sería en México hacia el sistema de partidos y en general hacia el desgastado régimen político aún prevaleciente, esperando pacientemente a que, cual lotería, en algún momento surja alguien que apoye la modificación del estatus quo, dejando entretanto a éstos jugando su juego; es decir, como si realmente nos representaran y efectivamente nos gobernaran. Para todos aquellos que saben que ese juego no es real, la salida es la tentación permanente de darle la espalda a lo que ocurre en el ámbito electoral; no caer en el juego
, abstenerse, no sólo de votar, sino también de disentir y de opinar. Pero como lo específico de la sociedad civil es ante todo la búsqueda de la refundación de todo el orden social, incluida la política, parece que a ésta no le queda otra alternativa que la de levantar la voz, pero haciéndose oír, no clamando en el desierto, sino en las modernas ágoras de la vida pública.
Desde finales de los años 80 quedó claro que a quienes dominan la vida política no se les puede rebasar por unos cuantos puntos porcentuales, sino que se les tiene que arrasar con un gran margen de diferencia. Esto hace que quienes pretendan hacer solos la larga travesía del laberinto de la política muy probablemente tengan que seguir conformándose con ocupar una y otra vez la antesala del poder, pero no el poder mismo. Y por ello, de lo anterior se sigue la importancia del tema que ha venido cobrando cada vez más importancia en la agenda pública nacional, los frentes amplios. Ciertamente que construir uno es por demás necesario, aunque el fondo del asunto es que hay diversas maneras de lograrlo.
Sin embargo, desde la perspectiva de la sociedad civil, el punto de partida para discutirlo es que no se trata sólo de un asunto de números, sino de contenidos. Por supuesto que un frente amplio tendría que ser indispensable para arrasar en las elecciones, pero para cambiar este país no basta con juntar muchos votos; hay que reunir muchas voluntades y entretejer muchos proyectos, puesto que no son menores los cambios que reclama la sociedad mexicana. Dicho frente tiene que centrarse ineludiblemente en un Proyecto Amplio para la transformación del régimen político, pues el actual está viviendo desde hace décadas tiempos extras. Se requiere de un régimen político fincado en el predominio de la sociedad sobre el gobierno. Un régimen que se realice a través de múltiples y eficaces instrumentos de participación ciudadana.
Un régimen político con un verdadero equilibrio de poderes, en el que el legislativo funcione realmente como control del ejecutivo, pues ya basta de presidencialismo, y en el que el judicial, cimentado en los derechos humanos y en las leyes, sea realmente autónomo. La peligrosidad
de la autonomía del poder judicial para poder enfrentar la corrupción y la impunidad, tal vez sea la razón que explique la agresividad de los ataques infundados de los políticos conservadores contra la Constitución de la Ciudad de México. Ello no obstante, la demanda de un régimen político distinto es porque urge sistemáticamente cambiar las políticas económicas y sociales. Ni la pobreza ni la desigualdad, ni el estancamiento económico ni el desempleo aguantan más.
Por ello, el voto mayoritario es necesario, pero de ninguna manera suficiente. Si un posible frente amplio no se construyera sobre un programa acordado con las mayorías, los logros electorales que pudieran tener pronto se vendrían abajo, y los aliados
más tardarían en llegar al gobierno que en pelearse por su reparto. Habrá que tener en cuenta también que un programa consensado no puede ser el resultado de la repetición hasta la caricatura de los spots partidarios. Se requiere por el contrario de la discusión abierta; del debate que haga posible los convencimientos y acuerdos. En estos días se han multiplicado las ofertas de candidaturas presidenciales, lo que es legítimo y puede ser democráticamente productivo.
Pero está visto que nadie, ninguna oferta, puede por sí sola arrasar. Se requiere conjuntar las aspiraciones para, entre muchos, lograr un cambio perdurable, que vaya mucho más allá de quien ocupe la presidencia en el próximo sexenio, pues se trata de una tarea para varios períodos de gobierno. Se requiere también ocupar el Congreso, lo que muy a menudo se pierde de vista y se pospone para el final. Para lo anterior no basta, aunque también se requiere, que los políticos profesionales se sienten a negociar; negociación, sin embargo, que dejada sólo a entre ellos se agotaría en el intercambio de alianzas por posiciones en el gobierno.
Se trata entonces de que también escuchen y dialoguen con las distintas expresiones de la sociedad, para que así el intercambio sea entre posiciones programáticas y mecanismos que aseguren que los acuerdos se van a cumplir. Y es esto lo que la sociedad civil tiene que lograr en menos de un año. Nada menos que sentar las bases para un nuevo siglo. Se trata, ni más ni menos, de la tarea de asegurar que una nueva sociedad tenga un nuevo Estado.