órtice es una gigantesca estructura vertical, conformada por tres ejes que se elevan en una espiral de proporción áurea –una instalación, en los términos indeterminados del arte contemporáneo–. Concebida por Marcela Armas y compuesta por decenas de pequeñas ruedas dentadas –engranes–, no se asemeja a nada, aunque podría ser la alegoría de un saurio mecánico. Las ruedas dentadas se mueven una a la otra como en una cinta sin fin, dando la impresión de un burocrático dispositivo -¿de trituración?-. No obstante su gran tamaño, la estructura acomete su operación de manera asombrosamente sigilosa. Apenas se le escucha, como un ligero silbido remoto. De lejos, la impresión es que la superficie de los engranes está cubierta con papel periódico. Pero no. Se trata de los libros de texto oficiales, que los alumnos deben leer en la primaria, tratados con resinas y cortados a la manera de ruedas dentadas. (La pieza se presentó en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM en el otoño de 2013.)
Vórtice, la pieza, alude a la historia del vórtice –flujo intempestuoso en forma espiral, un sumidero de extracción, desaparición, transformación- que siguen la mayor parte de los documentos que producen a diario desde la Secretaría de Gobernación hasta el último municipio del país. Por un decreto emitido en 2004 por Vicente Fox, cada una de las dependencias oficiales debe entregar los archivos de su documentación al Archivo General de la Nación. Ahí, después de un secreto sistema de selección, la gran mayoría son enviados para su trituración y transformación en papel, que será empleado por la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito en la impresión de los textos escolares. En otras palabras, los niños de todo el país se educan en libros confeccionados con una sustancia que encierra las sobras de la sinuosa memoria profunda del Leviatán mexicano –al que la instalación de Marcela Armas, como lo señala atinadamente Alejandra Labastida, alude como una metáfora mecánica.
La ley que obliga a la destrucción continua y masiva de la mayoría de los papeles del Estado –el proceso permanente de auto-indocumentación del Estado mexicano– se basa en un sui generis argumento filantrópico. Las instituciones oficiales, en un acto de altruismo ecológico, estarían donando
sus archivos a la trituradora para reciclar y abaratar los libros de texto. Gracias a esta filantropía, el Estado mexicano se ha vuelto el ente más perversamente indocumentado e indocumentable acaso del planeta, y ha convertido a su propia memoria –que es una parte de la memoria de la nación- en un detritus. Y los niños pueden aprender sus primeras letras en una papel/archivo confeccionado sobre la base de la destrucción de los archivos de toda la nación, es decir, de la evidencia misma de la mayoría de las prácticas y los actos del Estado, incluso los más criminales. Un archivo de la indocumentabilidad, en particular de las huellas más dolorosas de todas, las de los desechos humanos.
En días pasados, el Programa de Derechos Humanos de la Universidad Iberoamericana (Ciudad de México) y la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos rindieron su primer informe sobre las investigaciones que han realizado, desde 2015, en torno a los hallazgos de fosas clandestinas en México. El informe lleva por título lo que emblematiza el drama de su contenido: violencia y terror. El reporte contabiliza, en sus propias palabras, un total de mil 75 fosas clandestinas con 2 mil cuerpos de personas exhumadas en 19 estados de la República entre 2007 y 2016. La información fue recabada sobre la base de un extenso y detallado estudio hemerográfico y solicitudes de información a la PGR y las procuradurías y fiscalías estatales de todo el país. No casualmente, tres de los estados con una mayor concentración de fosas –Guerrero, Jalisco y Chihuahua– no respondieron a las solicitudes.
Las fosas reúnen cuerpos vejados, torturados y anónimos en su casi absoluta mayoría, que constituyen hoy el más dramático de los archivos de la condición que identifica no a la violencia en general que abate nuestras vidas cotidianas (ésa es una metáfora vacía), sino a uno de los mecanismos profundos de funcionamiento que sostienen a la reproducción del actual statu quo.
No se sabe de dónde provienen los cuerpos enterrados en ellas, ni qué crímenes y qué criminales ocultan. Cuerpos sin rostro, sin nombre, sin historia. El corpus desvanecido de la nuda vida misma. Aquella que acaba con el sentido de toda comunidad. (Las instituciones oficiales que deberían, desde hace años, emprender las pesquisas han evadido –y siguen evadiendo– todas y cada una de sus responsabilidades frente a los hallazgos de las fosas.) Pero es evidente, como señala el informe, que están ahí precisamente como grandes enclaves del terror y la intimidación, del control sobre poblaciones enteras, de una memoria absolutamente actual que recuerda la impunidad que define a la normalidad del ejercicio de la política.
No se trata, como en el caso de Perú, Chile o la ex Yugoslavia, de los archivos humanos de crímenes del pasado. En México, representan el testimonio desgarrador de crímenes del presente, de nuestro tiempo presente, de técnicas de gobierno y control que rigen a la actual maquinaria del Estado y le permiten funcionar como si fuera un asunto externo
a ella. Sólo así se explica la indiferencia de la maquinaria jurídica frente a la más honda de todas las demandas de la actualidad, la demanda del esclarecimiento de las ominosas historias que se esconden bajo la tierra.
Ambas comisiones de derechos humanos elaboraron, junto con antropólogos, matemáticos, sociólogos, patólogos y médicos forenses, un complejo método para predecir las fosas que todavía están por aparecer. No se trata, como sucedió en otros países, de predicciones sobre el pasado, sino de predicciones sobre el presente mismo, que desnudan a quienes, desde 2006, ejercen la supremacía del poder federal.