a resolución del tribunal colegiado del vigésimo séptimo circuito, según la cual la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) deberá restaurar la zona del manglar de Tajamar en Cancún, Quintana Roo, afectado por las obras de un proyecto turístico promovido por Fonatur, reaviva un tema que se discute de manera periódica pero es materia de preocupación constante: el de los desarrollos emprendidos a despecho del medio ambiente y sin considerar los perjuicios que pueden ocasionar a quienes habitan en las zonas elegidas para su construcción.
El Malecón Cancún –tal era el nombre del proyecto cancelado– es apenas una de las obras que en varios lugares del país han sido autorizadas por algún organismo gubernamental, iniciadas por los encargados de su realización y fuertemente cuestionadas por pobladores de comunidades de la zona donde se erigen, quienes ven lesionado su hábitat, a menudo la posesión de sus tierras (previo cambio de uso del suelo) y con indeseable frecuencia sus derechos individuales, y denuncian públicamente su situación.
En este caso, de acuerdo con el tribunal, sería posible reparar parcialmente los daños reforestando las 57 hectáreas del manglar, removido en 2016, aunque pobladores del rumbo y grupos ecologistas enterados señalan que los daños producidos en el ecosistema –en especial a la fauna que poblaba el lugar– son irreparables. Se trata, pues, de un episodio que hasta cierto punto tiene una culminación más o menos feliz (la resolución legal también conmina a la Semarnat a no emitir allí ningún nuevo permiso similar al otorgado a Fonatur).
Pero en ese sentido está lejos de ser paradigmático: los proyectos de construcción de presas y plantas hidroeléctricas y eólicas, autopistas, minas y emprendimientos de turismo parecidos al de Cancún que tienen lugar en otros estados de la República han seguido en pie, aun cuando algunos de ellos también hayan despertado protestas e inconformidades de personas que a causa de esos trabajos ven peligrar la biodiversidad y el equilibrio ecológico, así como alterado el entorno en el que desenvuelven su economía y sus vidas.
Entre los episodios de este tipo que alcanzaron trascendencia nacional se cuentan la autopista Toluca-Naucalpan cuyo trazado cruzaría por la comunidad ñahñú de San Francisco Xochicuautla en el Edomex; el acueducto Independencia, en Sonora, avalado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 2016, aun cuando habitantes del Valle del Yaqui argumentaron que les restaría enormes volúmenes de agua para consumo humano y agrícola; y el proyecto hidroeléctrico y posterior conflicto de La Parota, de larga data y finalmente suspendido, que produjo violentos incidentes en Guerrero. También en Puebla, Oaxaca y Nayarit varios megaproyectos empezaron a ser construidos a contracorriente de numerosas poblaciones que se oponían a ellos aduciendo razones de medio ambiente, afectaciones a la salud, perturbación de su actividad económica y hasta menoscabo de su cultura (en el caso de la ocupación física de espacios considerados sagrados para algunas comunidades indígenas). Unos fueron aparentemente cancelados, otros suspendidos, algunos más se encuentran en el centro de encendidas discusiones y un número indeterminado se mantienen vigentes.
Todos ellos tienen, sin embargo, un punto en común: son presentados como polos de desarrollo que redundarán en indudables beneficios para la zona en que se encuentran y por extensión para el conjunto del país. Puede ser que en términos estrictamente técnicos su funcionamiento cumpla con el propósito para el que fueron diseñados. Pero si se instalan sin los adecuados estudios de factibilidad en el primer terreno que encuentran sus promotores, si no se evalúa correctamente el impacto que tendrán sobre el medio ambiente circundante y la vida comunitaria de las poblaciones en las que incidirá su actividad y su presencia, sólo se tratará de proyectos que evidenciarán la peor cara del desarrollo, que es la de la insensibilidad social.