os trabajos de la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que se realizan en Cancún, Quintana Roo, se vieron paralizados ayer por el empeño de las naciones afines a Washington de obtener los votos de dos terceras partes de los países miembros –23 de 34– que les permitirían aprobar la resolución que impulsan en contra del gobierno de Venezuela.
Pese al cabildeo que llevó al cambio de postura de seis de las 14 naciones caribeñas adscritas al organismo, todo indica que fracasará el intento de Canadá, México, Chile, Brasil, Argentina, Colombia, Honduras, Paraguay, Guatemala y Perú, además de Estados Unidos, de imponer el texto de una carta en la que piden anular el llamado a una Asamblea Constituyente, entre otras demandas injerencistas.
Estos esfuerzos ilegítimos dan cuenta de que las naciones mencionadas, así como el secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, han decidido sacrificar los principios de la legalidad internacional y la viabilidad de la propia organización panamericana antes que darle una oportunidad de cumplir con las funciones establecidas en sus estatutos como mecanismo de cooperación e integración regionales, así como su papel de mediador en los conflictos internos de sus naciones afiliadas, siempre que las partes estén de acuerdo con las modalidades de mediación propuestas, lo cual, de manera manifiesta, no se cumple en este caso. Como recordó el canciller boliviano, Fernando Huanacuni, la reunión de consulta de ministros de Relaciones Exteriores, en la cual se impulsó la declaración contra el gobierno venezolano, fue convocada sin la anuencia de éste, que la propia normatividad de la institución establece como requisito para llamar a dichas reuniones.
Ante la ausencia del necesario consenso entre las partes –el gobierno venezolano, de un lado, y el abanico de organizaciones y partidos opositores, de otro– para recurrir a su mediación, resulta grotesco que la OEA pretenda imponer soluciones a Venezuela sin más argumento que la alineación de varios gobiernos, entre ellos y de manera lamentable el de México, a una agenda impuesta desde Washington. Al buscar la intervención contra un régimen constitucional surgido del voto, el organismo oficialmente multilateral se reduce a sí mismo a su histórico papel como correa de transmisión de los designios estadunidenses en el resto del continente.
Más allá de las múltiples aristas del conflicto venezolano, el presente contexto se caracteriza por un encono exacerbado entre los bandos, ante el cual la OEA no debería tomar partido, porque al hacerlo compromete la búsqueda de una salida democrática a la crisis y al desconocer al gobierno constituido de uno de sus países miembros la organización se coloca en un escenario aberrante.
En suma, al ratificar la incapacidad para dejar atrás sus orígenes como instrumento de imposición de prácticas colonialistas, el organismo ahonda su desprestigio y se condena a una inexorable irrelevancia, destino lamentable en la medida en que representaría la extinción de un posible foro de diálogo y resolución civilizada de diferencias.