ara quien se haya recreado con las novelas de Leonardo Sciascia o las de John Le Carré, en las que las turbias relaciones de los funcionarios de gobierno con la mafia o el espionaje internacional eran el compuesto esencial de la trama, con seguridad deben estar disfrutando también de los no menos interesantes acontecimientos sobre las manipulaciones del presidente de Estados Unidos. Aunque vale decir que estarán aún más sorprendidos, debido a que en el contexto de ese país se han materializado las conspiraciones que se presumieron como ficticias en las novelas de los autores citados.
Lo que en principio fue una investigación sobre la intromisión del Kremlin en los comicios de noviembre pasado y el papel que jugaron algunos colaboradores de Trump, ha devenido en una indagatoria sobre la posibilidad de que el mandatario haya intervenido directamente para obstruir dichas averiguaciones. Al menos es lo que se deduce de la nota del diario Washington Post en la semana que terminó, al informar que Robert Mueller, fiscal especial designado por el Departamento de Justicia para encabezar una de las tres indagatorias que se siguen sobre los rusos y el equipo de Trump, ha reunido un súper equipo de investigadores y respetados especialistas en derecho para determinar, ya no si hubo contubernio entre el equipo de Trump con los rusos, sino sobre la intervención del presidente para detener dicha investigación. Esto, en términos llanos, es obstrucción de la justicia. Al parecer, Mueller ha decidido enfocar sus baterías, en primer término, a la razón que el presidente tuvo para despedir al director de la FBI James Comey, y en segundo término a la investigación del asunto Kremlin-Trump.
La diferencia entre la obstrucción de la justicia y la posibilidad del contubernio con los rusos es abismal. En el primer caso se configura un delito de orden criminal, y a ciencia cierta, pudiera estar en juego el destino de Trump más pronto de lo que él y sus seguidores imaginan. En el segundo, corresponde al Congreso juzgar si es una falta que amerite defenestrar al presidente, caso en que, dada la composición del Congreso, el mandatario tiene un mayor margen de maniobra. La situación cambió radicalmente de una semana a otra. Si el fiscal especial reúne los suficientes elementos para demostrar que Trump, además de despedir a Comey, lo intimidó para que suspendiera sus investigaciones sobre la posible colusión de su equipo de campaña con el Kremlin, habría cometido un grave delito.
Todavía se especula sobre la posibilidad de que el presidente ordene al Departamento de Justicia despedir también al fiscal especial y, así coartar una vez más la investigación en curso. Cabe recordar que el titular de esa instancia de gobierno, Jeff Sessions, admitió haber ocultado que estuvo en contacto con el embajador del Kremlin en Estados Unidos durante la campaña por la presidencia. Fue el motivo por lo que tuvo que recusar su participación en la investigación sobre la intervención Kremlin-Trump, quedando a cargo de ella Rod Rosenstein, el subprocurador. Este último fue quien nombró a Mueller y a quien, en todo caso, le correspondería despedirlo. Sin embargo, Rosenstein, ha dicho que no hay ningún elemento que justifique despedir al fiscal especial. Según varios especialistas, si el presidente decide hacerlo también, provocaría una crisis constitucional. (No hay acuerdo para definir si actualmente existe un circunstancia de este tipo. En un caso existiría si el presidente despide a uno de sus colaboradores que lo investiga por la posibilidad de haber cometido un delito; en otro caso, si violó la Constitución. Por el momento, parece que sólo hay un conflicto constitucional, no una crisis. The Atlantic, 11/5/17)
A fin de cuentas, lo que empezó como una intriga política, se ha convertido en una novela de terror.