n las elecciones parlamentarias del domingo pasado se registró un récord absoluto de abstención de 51.02 por ciento y un alud de votos blancos y nulos. Por lo tanto Macron, aunque formalmente obtuvo algo más de 32 por ciento, no representa en realidad sino al 16 por ciento y muchos de sus electores –emigrados de la derecha liberal del Partido Socialista, de los reaccionarios pero no fascistas simpatizantes de Le Pen y de los conservadores laicos de los republicanos– podrían volver a sus antiguas aglomeraciones. En la cuarta economía y potencia nuclear capitalista uno de cada dos ciudadanos repudia las elecciones, las instituciones y los partidos aunque no sabe qué oponerles y cómo canalizar su asco y su rabia. ¡Qué lejos estamos de un triunfo de Emmanuel Macron y de la formación de una mayoría parlamentaria!
Marine Le Pen, que en las elecciones presidenciales había logrado 40 por ciento de los votos, no sacó sino 13 por ciento, que dadas la abstención se convierte en sólo 6.5. Los republicanos (expresión de la alianza entre católicos conservadores y conservadores rancios laicos), tienen menos de 11 por ciento de representación real. La izquierda se redujo a 11 por ciento para la France Insoummise de Jean-Luc Mélenchon –o sea, 6.5 por ciento, a 3 por ciento de los comunistas (1.5 por ciento), 9.5 de los socialistas (4.75) y 0.4 por ciento de la extrema izquierda (0.2 por ciento) y sufrió una derrota histórica. Aunque Mélenchon llame a votar por los socialistas de izquierda en este segundo turno y éstos respondan llamando a votar por los candidatos de France Insoumise que se oponen a Macron, difícilmente podrá Mélenchon ser un centro de reagrupamiento de un pueblo de izquierda
que no se siente representado por ningún partido y sí por la lucha social.
Ésta se dará inevitablemente en otoño y será dura, la verdadera tercera vuelta de las elecciones en Francia.
Después del Brexit, que la debilitó, la Unión Europea (UE) sufrió dos golpes terribles: el enorme crecimiento del laborismo inglés, que anuncia contagiosas luchas sociales y la salida de la mayoría de los franceses –por la derecha o por la izquierda–, lo cual tendrá inevitables consecuencias.
Porque de eso se trata, de un virtual Franxit, en un país que ya votó, en el pasado, contra la Europa de los patrones porque se empeña en construir la Europa de los pueblos. Con una Italia que se tambalea, una España que debe hacer frente a la posibilidad de la independencia de Cataluña, una Bélgica en la que valones y flamencos se enfrentan continuamente, Francia es una bomba de tiempo. La UE, tercera potencia económica mundial, está sumamente debilitada frente a sus competidores chinos y estadunidenses.
Este hecho repercutirá sin duda en África, región del mundo que es un terreno de caza de China, que la está conquistando, y de Estados Unidos, que de allí se esfuerza por desplazar a los capitales franceses. La lucha interimperialista se agravará pues Trump o sus sucesores eventuales no vacilarán en aprovechar la debilidad francesa, ya que todos los sectores del capitalismo estadunidenses tienen intereses comunes.
Como cuando el principal aliado de Luis XIV era el Gran Turco, como durante las guerras napoleónicas cuando Francia necesitaba recurrir a la unidad continental, ahora volverán a estar en el candelero los acuerdos con Rusia, gran potencia europea, y con China, gran potencia mundial dominante en Asia, cualesquiera hayan sido las promesas de Macron al gran capital francés.
Sobre todo porque, para la Francia capitalista, el principal enemigo –ahora que dejó de temer a los obreros y al comunismo, por lo menos hasta el próximo estallido de un nuevo 68– es Donald Trump que, por ejemplo, les ha vendido a los saudíes 10 veces más armas que Francia e intenta reorganizar la industria local del automóvil mientras que en en este país ésta está saturada y, en México, Argentina y Brasil, sufren los efectos de una crisis profunda y duradera.
Dado que Trump lucha por sobrevivir en su puesto sin la seguridad de que no le pase como Nixon cuando los capitalistas estadunidenses juzgaron que era potencialmente peligroso para la estabilidad social y lo defenestraron, cambiando para no cambiar, lo menos que necesita el mundo es un nuevo factor de inestabilidad. Sobre todo en un país como Francia donde los trabajadores –simpaticen por Le Pen o por Mélenchon– están todos de acuerdo en que están hartos y furiosos.
Macron, sordo e insensible, está estúpidamente convencido de que le bastará con tener una mayoría parlamentaria sólida para hacer aprobar las leyes más patronales que jamás se presentarán en un Parlamento con muy pocos diputados de izquierda. Arrojará pues gasolina al fuego social de otoño y marcha hacia una gran crisis política y social que podría politizar a los despolitizados.
El mérito de Mélenchon consiste en que, siendo un diputado socialista que había sido ya ministro, prefirió abandonar los honores y colocarse a la izquierda. La gente común le reconoce honestidad y coherencia pero no le ve –con razón– como un águila política pues es solamente el más brillante de los mediocres que deberán hacer frente a uno de los momentos de mayor crisis en Francia. ¿Podrá Mélenchon, empujado por los hechos que se aproximan, reorientarse radicalmente tal como cambió en España el reformista Largo Caballero, que se convirtió en izquierdista durante la Revolución Española?
Las grandes convulsiones sociales hacen nacer hombres importantes pero no forzosamente a la altura de los acontecimientos. Esperemos para ver. No habrá que aguardar demasiado.