Me tomaba mi cerveza, mi pulquito, pero con mes y medio de entrenamiento aguantaba hasta 15 asaltos: Púas Olivares
Sábado 17 de junio de 2017, p. a32
Rubén Púas Olivares se restauraba en sus entrenamientos con la misma devoción y ansiedad que produce una gran cruda. En Las glorias del gran Púas, el escritor Ricardo Garibay relata una sesión antes de una pelea: el boxeador está devastado por el esfuerzo, sin bebidas tecnológicas para el deporte como las que hoy existen, bebe tembloroso agua de limón. Le arriman un termo hirviente con jugo de carne, lo sirven en un tazón de porcelana, limones, chiles verdes para devolverle la vida al exhausto. Después, una copa de leche, una de coñac, dos cervezas heladas y agua a pico de jarra para rematar. Y listo, así se tallaban los ídolos de aquella madera.
Eran otros tiempos
, dice hoy el Púas a los setenta años, pero con la misma bocaza de antaño, esa de dientes enormes que sonríe de forma permanente y sin pudor. No quiere parecer el viejo que repite la cantaleta de que todo pasado fue mejor; entonces muestra su evidencia: cuenta lo que muchos no alcanzaron a ver. Es cuestión de comparar.
Me gustaba echarme mis cervecitas y mi pulquito, y todo
, dice franco, porque conoce su fama de parrandero retratada en libros, películas y hasta con un personaje en Los Polivoces, el programa cómico de los años setenta.
Pero me ponía a entrenar, a correr; eso sí, cuando mucho un mes y medio, y con eso tenía para pelear 15 asaltos y nada de que en el séptimo me pusiera a echar los bofes.
Si lo primero que denuncia un viejo boxeador es la poca entrega de los peleadores actuales, a quienes describe como una suerte de niños mimados y quejumbrosos, el Púas además les reclama su nula vocación para el sacrificio, para terminar una pelea maratónica sin tregua y sostenidos sólo por el orgullo. Antes, vale recordar, los combates por un título mundial se extendían hasta 15 asaltos, no 12 como en la actualidad.
“No, no, no. Aguantábamos de veras, no 12 como hoy, sino 15, dándonos duro: toma, toma, a boxear, vente p’acá, traer al rival a la distancia, llevarlo contra las cuerdas, meterlo a la esquina”, explica con un vaivén de pies como si bailara un vals. “Hasta tiempo me daba de saludar a mi vieja que estaba en primera fila, peleando pero todavía le decía: ‘hola, mi amor’”, remata con esa carcajada ronca marca Púas.
Para él, todo está mal en el boxeo actual. No lo dice por amargura, sino por una nostalgia de esplendor, de un candor que ya no cabe hoy en la industria de un espectáculo que mueve montañas de millones de dólares. Este deporte cambió por el dinero, y también porque considera que hoy es mucho más rápido llegar a un campeonato.
Todo es el dinero. Viene el dinero, pero no el honor. Sin honor no puede haber boxeo. Es lo mejor que tiene
, dice como si se desesperara por lo obvio.
¿Tiene remedio? El Púas es optimista y explica con un tono serio, como de profesor de academia antigua. “Sí se puede salvar, pero hay que hacerlo regresando a los principios básicos.
“Hay que trabajar con los chavalos, enseñarles la técnica, porque ya no se las enseñan; nomás hay que verlos, se dan cabezazos, se andan cayendo porque ya ni saben caminar, otros hasta bailan en el cuadrilátero; no, ps qué pasó… eso no es boxeo”, otra vez impaciente.
“Mira, primero lo primero: enseñarles a vestir como boxeadores. Las zapatillas, que son una cosa preciosa; el calzón boniiito, cortito; el batín, ps elegante, ¿no?, porque hoy suben que parecen letreros; una cosa muy fea”.
Púas incluso, y aquí sale el veterano que extraña hasta cierta mano dura, excesiva, recuerda que en los tiempos en que el escritor Luis Spota dirigía la Comisión de Box de la Ciudad de México, exigía una apariencia impecable que rayaba en la disciplina militar.
“No permitía que un peleador tatuado subiera al ring; les decía: ‘vete a pelear al Salón México (antro histórico del pasado). Nada de pelo largo o barbitas: órale, córtatelos, cabrón, porque además es antihigiénico y la chingada’… sí, claro, ps qué se creen”, dice como si regañara a un boxeador ahí mismo.
Nada le gustaría más que enseñar a los niños la mística y el arte del boxeo. Pero tal como los entiende el peleador de La Bondojo, como una disciplina que exige humildad, entrega absoluta y la gracia para desplazarse por el cuadrilátero con la habilidad de un bailarín en calzoncillos.
“Le diría a los niños cómo deben trabajar las cuerdas, hacerle el clinch al rival”, se refiere a ese recurso con el que un peleador sujeta a su oponente para contenerlo cuando ataca.
“Cuando uno ejecuta el clinch, puta, ¡qué-bo-ni-to!; es estético, luce (habla como si describiera un movimiento de danza). Ahora no se puede porque el dedo gordo del guante está cosido: ¿qué es eso? Es un crimen para el boxeo, no se puede agarrar así al rival, no lo puedes acomodar acá y acá, y pum pum, te paso al revés; eso es el arte. Quesque es para evitar que se piquen los ojos por accidente, pero ¿y el réferi? Para eso está, debe estar vivo para todo lo que pase: ‘ah, ya te vi, cabrón, le vuelves a picar el ojo al Púas y te descalifico’”, bromea.
Cuando Púas recrea su versión del boxeo parece inevitable pensar en el contraste con la más reciente pelea entre los mexicanos Saúl Canelo Álvarez y Julio César Chávez junior, envuelta en el estruendo publicitario, las ganancias millonarias y la decepción generalizada. El Rey de la Bondojo no puede evitarlo. Para él, también a estos dos peleadores habría que enseñarles a boxear. Los considera malos en la técnica.
“No saben. Les falta entrega, honor. Canelo nunca le cerró las salidas a Julio; no lo hizo porque no sabe. Si yo hubiera sido, le cierro las salidas, lo meto a la esquina y de ahí no lo dejo salir: ¡pas pas!, hasta que se caiga”, sigue la cátedra.
“Pero es el boxeo que tenemos ahorita; les falta mucho. A la gente no le gusta y a mí tampoco. Antes, si la pelea no gustaba, el réferi les llamaba la atención cuando terminaba el episodio. Les decía: ‘o peleas bien o te bajo’, luego iba a la otra esquina y le decía al otro lo mismo; por eso había dos peleas emergentes, por si fallaban las estelares; hoy ya no hay eso, ya no hay”.
Bueno, se va el Púas risueño, ya no el veterano desconfiado que reclamaba un pago por entrevistas. Se va un setentón con una gran sonrisa que le abre paso; está contento con la vida que le dio el boxeo, aunque las ganancias se esfumaron al mejor estilo Púas.
No quieren comprar un terrenito en Tepeji del Río. Está en un lugar precioso
, aprovecha para intentar hacer una venta antes de marcharse.
–¿Va a vender toda su memoria? ¿Es su pasado?
–A güevo; todo es dinero, cabrón. No pasa nada, aunque sea memoria, lo importante es el dinero, lo quiero y me gusta. Si alguien quiere mi cinturón, se lo vendo y yo hago la fiesta.