Nuestra sangre, nuestro color
leno de significados es el título de la exposición que se inauguró recientemente en el Museo del Templo Mayor Nuestra sangre, nuestro color: la escultura polícroma de Tenochtitlan.
Está compuesta por 28 piezas, obras maestras de la colección del museo, todas encontradas dentro del ámbito del recinto ceremonial.
Se sabe que estuvieron pintadas de fuertes colores, mismos que gracias a la tecnología actual es posible conocer a detalle. Con réplicas tridimensionales de algunas de las piezas más relevantes se lograron recrear los pigmentos originales.
La muestra permite apreciar el trabajo notable de un gran equipo interdisciplinario de arqueólogos, restauradores, químicos, investigadores, artistas y arquitectos.
El brillante arqueólogo Leonardo López Luján, director del Proyecto Templo Mayor, fue el curador de la exposición. Nos explicó un fascinante hecho cultural que se dio en Tenochtitlan y que se refleja en el arte de la ciudad.
Nos remonta a 1430, fecha de la creación de la última Triple Alianza con Texcoco y Tlacopan y, una década más tarde, el ascenso al trono de Motecuhzoma I. En el origen de tales transformaciones se encuentran la independencia conquistada por Tenochtitlan. Esto tuvo como resultado un primer momento relevante de preponderancia política y bonanza económica, lo que permitió encargar una serie de originales monumentos imperiales a reconocidos artistas extranjeros. Estos inmigrantes, sin duda, compartieron con los creadores locales su conocimiento, gustos y tradiciones, generando uno de esos ambientes seminales que se registran pocas veces en la historia, afirma López Luján.
Tras un acelerado periodo de experimentación, se dio la creación de un estilo tan original como cosmopolita. Paralelo al ascenso del imperio mexica se dio una evolución prodigiosa en el campo artístico, tanto en la arquitectura como en la pintura y la escultura.
Esto se advierte con claridad en la exposición, al comparar las esculturas más antiguas con las que se realizaron en ese periodo luminoso.
Una buena muestra es el monolito que representa a Coyolxauhqui, la deidad lunar cuyo hallazgo, en 1978, dio lugar a que se sacara a la luz el Templo Mayor.
La representación de la mujer desmembrada es una pieza de arte deslumbrante. Aquí se muestra una réplica con los colores que tuvo originalmente y nos permiten apreciar de cerca la exquisitez de la talla que destaca con las tonalidades, la profusión de detalles y el sutil movimiento del torso.
Al nacer el siglo XVI la ciudad de Tenochtitlan se había convertido en el nuevo centro gravitacional del arte mesoamericano. En la pequeña isla, en medio de los lagos, no sólo se daba la mayor concentración de monolitos, relieves y esculturas menores del imperio, sino que ahí se levantaban los monumentos más egregios.
La muestra incluye videos explicativos sobre el trabajo de los investigadores para la recuperación de la cromática; hay muestras de los materiales que se utilizaron en la elaboración de los colores. Incluso una muestra viva de la orquídea originaria del centro de México, que se empleaba como aglutinante para fijar los colores.
Hay una sección de objetos de pequeño formato, como vasijas, cetros, cuchillos, relieves y almenas que por ser parte de ofrendas, estuvieron en mejores condiciones de conservar su pigmentación.
Al salir, caminamos por la calle de Argentina que después de años de estar cerrada en el tramo del Templo Mayor, finalmente se abrió al público hace unos meses. Llegamos a la esquina con Luis González Obregón, donde se encuentra el Salón España. Es una cantina de añeja tradición que ofrece muy buena botana que cambia cotidianamente. Como ejemplo, los jueves hay caldo de camarón, chile relleno, tostada de ceviche y paella. De pilón, seguro se encuentra con el cronista gráfico del Centro Histórico, el excelente acuarelista Rafael Guízar y con León Bailón, dueño de la librería Tauro, situada en la calle de Justo Sierra 30.