as elecciones en México son uno de los nidos predilectos donde la corrupción empolla su huevo serpentino. Se trata de un proceso en el que intervienen, fundamentalmente, individuos con dinero suficiente para invertir en un candidato y su partido –a veces también financian a otros, como red de protección– y un grupo de políticos que busca dinero y poder financiando a su partido con recursos privados y públicos. Aquí entran las figuras delictivas conocidas: tráfico de influencias, sobornos, chantajes, desvíos del erario, peculadoy otras.
Los individuos con dinero lo ofrecen a cambio, por supuesto, de dos compromisos por parte de sus beneficiarios en el proceso electoral: que los conviertan en proveedores favoritos del gobierno bajo su mando y que éste ajuste sus políticas a los intereses vinculados al lucro encarnados en ellos. El mejor ejemplo es el grupo de empresarios que ha hecho negocios con la camarilla que encabeza Enrique Peña Nieto y el reparto de recursos públicos que éste ha hecho para fines electorales coincidentes con los de su partido. Ejemplo complementario es el de los gobernadores acusados o reos de delitos contra el erario. El enriquecimiento ilícito de todos ellos tuvo su origen en una elección.
Sería increíble pensar que los electores no se dieran cuenta de que aquellos a quienes han elegido son los que mayor daño le han hecho a su economía, a la del país, a la potestad soberana que tiene el conjunto social llamado pueblo. Más increíble aún sería pensar que, con todo, votan por los candidatos de ese partido y sus aliados (formales y disfrazados) una y otra y todas las veces que se pueda presentar la ocasión. La conclusión obligada sería que esos electores son masoquistas. No satisfechos con el castigo que han recibido piden más castigo aún, por favor.
La verdad es otra. La minoría de esos electores tiene detrás de su voto intereses materiales y/o políticos particularísimos y ajenos a cualquier cosa que huela a pueblo, utilidad comunitaria, asomo democrático. La mayoría vota por miedo a ser perjudicada en su actividad económica, en su libertad y aun en su integridad personal. Encima de los electores que integran esta mayoría están empleadores, jefes, patrones, líderes sin escrúpulos que los han amenazado de muy diversas maneras –sutiles unas, descaradas otras. Hay un sector creciente de estos electores para los que nada significa votar o no votar. Son pobres y su horizonte se agota en el desayuno del día siguiente. Si reciben algo a cambio de su voto, cualquier cosa, se prestan al canje. Casi se podría pensar que el propósito del grupo gobernante es empobrecer al mayor número de mexicanos posible; así, con dádivas residuales, puede adquirir su dignidad humana por el mismo mínimo costo de su voto.
A pesar de tal infame circunstancia, esta mayoría salió a votar el domingo 4 de junio por un cambio: de rumbo, de partido, de una simple posibilidad de diferencia con lo que hasta ahora ha sido el gobierno en los estados donde hubo elecciones. Sobre todo aquellos donde el partido del Presidente ha convertido el ejercicio de gobierno en coto privado. Y no podemos minimizar ni soslayar esta realidad, por más que los funcionarios del partido presidencial y sus aliados pretendan arrebatarle el triunfo a la oposición mediante maniobras sucias.
El ritornelo del INE insiste en que el voto es equivalente a dar vida a la democracia. Lo que no explica es que elegir autoridades tiene por premisa necesaria condiciones democráticas hasta ahora inexistentes en la ley y en la práctica. De aquí que los mexicanos no podamos contar con una representación efectiva. Si el sufragio no es efectivo (comprado, robado o adulterado deja de serlo), tampoco lo es el carácter de nuestra representación. El gran problema político de México es que la mayoría carece de representación en los órganos de gobierno. Sabemos la causa: las elecciones no son limpias ni equitativas. Nuestro voto, así, se vuelve contra nosotros.
En vísperas de una elección, como será la de 2018 –trepidante si las habrá–, a nuestros legisladores les da por promover reformas a la legislación electoral.
En Nuevo León, el Congreso ha aprobado una reforma constitucional de efectos electorales contraria a cualquier intento de democratización. Niega a los candidatos no partidarios la posibilidad de coaligarse con otros independientes favoreciendo con ello las candidaturas partidistas; suprime el derecho a elegir por voto directo a los regidores en los gobiernos municipales, en contra del derecho constitucional de votar y ser votado para cargos de elección popular; restringe el acceso de las mujeres a posiciones políticas mediante una elección; mantiene la misma tasa de financiamiento a los partidos políticos y no los obliga al debate entre candidatos a diputados; elimina el derecho a revocar el mandato de gobernador, alcaldes y diputados, como está establecido en la Ley de Participación Ciudadana, y releva a los actuales diputados y presidentes municipales de la obligación de solicitar licencia de sus cargos para contender en caso de pretender relegirse. El PRI y el PAN fueron los principales artífices de esta legislación regresiva.
En suma, al país le urge tener una legislación electoral que modifique, casi radicalmente, a la que hoy nos rige. Es tan urgente como deshacerse del bipartidismo antidemocrático reinante.