n jirones. Nunca sabremos, en definitiva, qué aspecto y suerte habría tenido el último proyecto fílmico del realizador alemán Rainer Werner Fassbinder, titulado Yo soy la felicidad de esta tierra (según su biógrafo Yann Lardeau), interrumpido por su muerte prematura. Después de Querelle (1982), siempre era posible esperar cualquier sorpresa de un director tan prolífico como inclasificable. Lo cierto es que para muchos cineastas jóvenes, desde el galo François Ozon hasta el español Pedro Almodóvar, el estadunidense Todd Haynes o el franco-canadiense Xavier Dolan, su trabajo ha sido, en mayor o menor medida, gran referencia. En el caso del mexicano Julián Hernández (Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, 2003), la influencia ha sido siempre manifiesta y declarada, casi al mismo grado que la del italiano Pier Paolo Pasolini. El también director de El cielo dividido (2006) y Rabioso sol, rabioso cielo (2009) ha construido una breve filmografía continuamente marcada por el cosmopolitismo cultural (las influencias fílmicas europeas coexisten, novedosamente, con un fuerte gusto por la cultura popular mexicana) y su afición por el teatro, la música, la poesía y la danza.
Del trabajo de Julián Hernández, siempre ecléctico, se desprenden contrastes e inevitables altibajos, también cierta desmesura que le lleva a transitar de la concisión más rigurosa de sus cortometrajes (algunos realizados en colaboración afortunada con su productor y también realizador Roberto Fiesco), hasta propuestas narrativas más caprichosas y extensas que luego se presentan en dos versiones distintas. Tal es el caso de su cinta más reciente, Yo soy la felicidad de este mundo (2015) que la Cineteca Nacional propone en la versión del director
de poco más de dos horas, y que mantiene su diseño original de tríptico narrativo. Se trata de dos historias parasitadas por un veleidoso relato intermedio (una filmación dentro de otra), que refieren el desasosiego existencial de Emiliano (Hugo Catalán), director de cine empeñado en sabotear sus mejores oportunidades afectivas y artísticas con su narcisismo irrefrenable y con el frenesí sexual que le impide mantener una relación sentimental estable.
Emiliano manifiesta sus posturas críticas con respecto a las relaciones amorosas cuando en una entrevista televisiva habla sobre la monogamia, haciéndose eco, de paso, de los posicionamientos que el director Fassbinder solía externar a propósito de la crisis de la institución matrimonial y su ilustración en sus películas. No es un azar que el discurso de Emiliano sea, a la vez, un comentario relacionado con la aprobación en la Ciudad de México del matrimonio gay. La normalización del deseo amoroso homosexual va, en efecto, muy a contracorriente de todo lo que el director practica en su vida diaria, también de su rechazo a lo institucional, y de la búsqueda incesante de nuevos objetos de placer inmediato.
Cuando en la primera historia, Emiliano conoce al bailarín Octavio (Alan Ramírez) y luego de los primeros escarceos eróticos y de fulgurantes entusiasmos amorosos, debe admitir la improcedencia de una relación sostenida, el director habrá de vivir una suerte de vacío moral a lado de Jazen (Emilio von Sternerfels), sexoservidor, como él anímicamente desalentado, confinados los dos en un frío espacio doméstico, donde sólo aciertan a cantar, sin convicción, frente a la cámara, Dos, balada romántica y triunfalista de José José. El tema central de la película parece ser, en definitiva, la inocencia lacerada, la del joven Octavio que sólo mediante su entrega artística consigue sobreponerse a toda la infelicidad del mundo, acto con el que resumiría el verso de Oscar Wilde (citado por Fassbinder en Querelle), según el cual cada hombre mata lo que ama, para concluir, sin embargo, que no todo mundo muere en ese intento.
El primer y tercer segmento de esta cinta contiene todo lo que Julián Hernández se ha empeñado en mostrar de una película a otra. Esos dos fragmentos de un discurso amoroso no requieren de digresiones ni de extravíos filosóficos; su mensaje es directo y transparente. Muy eficaz en términos dramáticos. Por lo mismo, parece sobrarle, e incluso estorbarle, ese extraño añadido coreográfico y verboso de cuerpos enfrascados en una agitada faena erótica, sin relación aparente con la historia que verdaderamente importa. ¿Se trata de un sueño en la afiebrada fantasía de Emiliano, el realizador ególatra? ¿De los incorregibles arrebatos juveniles en un taller literario? La serenidad y templanza del joven bailarín Octavio se ofrece, por fortuna, como el anti-modelo exacto de la desmesura del realizador incontinente. Una revancha final del candor y la frescura.
Yo soy la felicidad del mundo se exhibe en el cine Diana y coincide en la Cineteca Nacional con el variado catálogo de propuestas fílmicas de diversidad sexual que propone un Mix Factory instalado, de lleno, en la estimulante cartelera alternativa de nuestro país.
Twitter: @Carlos.Bonfil1