l caer la tarde del sábado, Michel Temer, todavía presidente de Brasil gracias al golpe institucional del año pasado, reunió a periodistas en Brasilia para hacer un pronunciamiento a la nación
. Nada de preguntas, por supuesto. Temer habló durante casi 11 minutos, poco más del doble del tiempo que utilizó hace unos días. Entre acusaciones contra sus delatores, en concreto sólo informó que pedirá al Supremo Tribunal Federal que suspenda las investigaciones en su contra. Ha sido la única novedad en la crisis que sacude a los cementos de la política brasileña.
El problema central no está exactamente en cómo y cuándo catapultarlo de la presidencia ilegítima que ocupa, sino en determinar qué pasará después. Porque a estas alturas, está más que claro que Michel Temer no dispone de condición alguna para mantenerse en el sillón que usurpó.
Su desolado aislamiento es claramente irreversible. Todavía hay pequeños bolsones de apoyo, como el diario Folha de S.Paulo, que trata por todos los medios de comprobar que hubo manipulación en las grabaciones divulgadas por Joesley Batista, controlador del grupo JBS, mayor exportador mundial de carnes. Del rol fundamental desempeñado por los medios hegemónicos de comunicación, uno de los pilares fundamentales para el triunfo del golpe que lo llevó a la presidencia, sólo restó a Temer ese apoyo. Los demás medios ya desembarcaron de su gobierno.
Otro de esos pilares, los partidos políticos, que con el ojo gordo puesto en cargos y presupuestos participaron del golpe, ya están fracturados. El PSB (Partido Socialista Brasileño, ¡vaya ironía!) anunció que va a salir del gobierno. Y el principal respaldo en ese campo, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), del ex presidente Fernando Henrique Cardoso y de Aécio Neves, derrotado por Dilma Rousseff y ahora apartado de su escaño de senador por determinación de la corte suprema, oscila entre quedarse o salir de la alianza gubernamental. Luciendo sus artes obscenas de oportunismo, se mantendrá entre estar y no estar hasta el último minuto, acelerando la corrosión de su imagen en la opinión pública.
Ya el tercer pilar esencial del golpe, esa vaga y etérea, aunque decisiva institución llamada mercado, optó por dejar clara su posición. No importa quien esté, siempre que se mantenga el equipo económico y su programa de aplicar a como dé lugar una receta extrema de neoliberalismo radical. Al fin y al cabo, desde la segunda presidencia de Cardoso (1999-2002) no hubo nada siquiera parecido a una política económica tan devastadora de los intereses nacionales, ni tan generosa con los intereses del capital, como la anunciada por el ahora moribundo gobierno de Michel Temer.
Lo dramático de lo que vive Brasil, entonces, se reduce exactamente a un punto: cómo librarse del ilegítimo gobierno de corruptos (ubicados por todos los lados) y cómo elegir a un substituto que corresponda a los intereses de los poderosos y beneficiados de siempre.
Si el Supremo Tribunal Federal atiende al pedido de Temer y suspende la investigación en curso, terminará de desmoralizarse y puede provocar reacciones imprevisibles en las calles. Si el Tribunal Superior Electoral decide alejar a Temer de la presidencia, se abre un campo minado de discusión, lo mismo que ocurrirá si el Congreso opta por destituirlo, atendiendo a pedidos de los bloques de izquierda: ¿cómo elegir al sucesor?
Acorde a la Constitución, el nuevo presidente sería elegido por los votos de dos tercios de diputados y senadores. Pero, con la legislatura más corrupta, desacreditada, reaccionaria y de peor nivel moral de las últimas tres décadas, ¿con qué fuerza moral los parlamentares podrán imponer al país un nuevo mandatario?
Queda, pues, como única opción, anticipar las elecciones previstas para octubre del año que viene. Hay varias propuestas de enmienda constitucional que duermen, desde hace mucho tiempo, en los cajones del congreso. Sería, por obvias razones, la mejor salida, una vez que los sondeos de los últimos días muestran que al menos 93 por ciento de los brasileños exigen elecciones inmediatas para determinar, por el voto popular, a quién le tocará la hercúlea misión de devolver el país a sus rieles.
Pero también aquí hay un obstáculo que, para los dueños del capital, parece insuperable: son fuertísimos los indicios de que, si son llamados a las urnas, los electores elegirían, por amplia mayoría, al verdadero blanco de todos los pasos del golpe institucional, Luis Inacio Lula da Silva.
Del lado de los golpistas, ahora amenazados de una guillotina ya armada, no hay, ni de lejos, ningún nombre capaz de hacer sombra al ex presidente, cuya popularidad, pese a toda la persecución política, mediática y judicial que padece, se mantuvo intacta.
Ese, pues, es el gran dilema vivido por mi país: los usurpadores de 54 millones 500 mil votos obtenidos por Dilma Rousseff en 2014 fueron capaces de expulsarla, instalando en su sillón presidencial a una figurita despreciable, ahogada por marejadas de corruptos.
Ahora que él está defenestrado, tratan de descubrir cuál muñeco moral instalar en ese sillón, para mantener las riendas de la economía.
Mientras, el país naufraga. Los próximos días, o mejor dicho, las siguientes horas, serán decisivas. Temer ya no es más que una mancha sucia en ese mar de lama. La cuestión, para los verdaderos interesados en el golpe, es cómo preservar sus obscenos intereses y mantener a la gentuza (eso que insisten en llamar ‘pueblo’) a una distancia prudencial.