Cannes.
n accidente en la primera proyección del día vino a dar un involuntario comentario sobre el controvertido tema de si es legítimo programar películas en festivales, que luego sólo se verán en plataformas digitales. Okja, la producción de Netflix, dirigida por el sudcoreano Bong Joon Ho se comenzó a ver con el cuadro rebasado sobre las cortinas, lo cual motivó rechifla y pataleo entre el público. Parecía un comercial de Netflix: ¿Quiere verla correctamente exhibida? Véala en su casa
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Ya corregido el error –la disculpa del departamento de prensa del festival fue inmediata–, la película resultó una decepción para quienes admiramos los anteriores trabajos de Bong, El huésped (2006) y El expreso del miedo (2013). Se trata de una obvia sátira sobre el corporativismo trasnacional y al mismo tiempo una aventura ñoña sobre una niña y su mascota.
En su primera e inspirada secuencia, prácticamente se agota el contenido satírico cuando Lucy Mirando (Tilda Swinton en plan Ivanka Trump) anuncia un concurso de criar supercerdos, que ayudarán a disminuir el problema alimenticio en el mundo. Uno de estos híbridos, la criatura titular, se ha criado en las montañas de Corea del Sur, a cargo de la pequeña Mija (la antipática An Seo Hyun). La campaña publicitaria de la Corporación Mirando obliga a que el animal sea transportado a Nueva York para el concurso, no obstante la oposición de la niña. En el camino, unos activistas del Frente de Liberación Animal tratarán de rescatar a Okja, pero ellos tienen su propia agenda política.
Todos esos elementos dan pie a una vertiginosa narrativa que, sin embargo, se vuelve cansina, pues el mensaje se reitera de manera machacona, como si alguien pensara que una trasnacional gringa podría ser benigna. Además, el supercerdo –impecable creación digital, claro– demuestra ser una bestia mucho menos carismática que un porcino de verdad.
Más intrigante fue la película húngara Jupiter’s Moon (La luna de Júpiter), de Kornél Mundruczó. Como en su anterior Hagen y yo (2014), el realizador intenta una alegoría social, aunque en este caso es bastante ambigua. Un grupo de refugiados sirios es detenido en la frontera húngara y el joven Aryan (Zsombor Jéger) es tiroteado por un policía. En lugar de morir, el hombre se eleva por los cielos, cosa que el doctor Stern (Merab Ninidze) tratará de explotar financieramente.
¿Qué es Aryan? ¿Un emblema de todos los refugiados en el mundo? ¿Un símbolo cristiano de redención? Mundruczó no suelta pista alguna, pero filma con una cámara desatada que, en largos planos secuencias, persigue a sus personajes a ritmo de thriller. En ese intento de plantear un tema metafísico en términos visualmente emocionantes, la película evoca a Posesión (1981), de Andrzej Zulawski. El resultado final es frustrante porque el cineasta deja escapar su potencial.
Fuera de competencia pudo verse la conmovedora Visages villages (Rostros aldeas), de Agnés Varda y el fotógrafo conceptual conocido como JR. No puede menos que admirarse a una mujer de casi 90 años todavía interesada en hacer un cine fresco y personal. En una especie de road movie documental, ella y su joven colaborador se lanzan a hablar y a tomar fotos con la gente de clase obrera que se encuentra en el camino. Al final, Varda arregla una reunión con el único otro sobreviviente de la Nueva Ola francesa, Jean-Luc Godard. Con su acostumbrada misantropía, éste la deja plantada, escribiéndole un mensaje críptico que molesta a la cineasta. La decepción de Varda, al borde de la lágrima, es muy expresiva.
Twitter: @walyder