a Constitución de la Ciudad de México, aprobada artículo por artículo en la Asamblea Constituyente, discutida ampliamente en mesas y en el pleno, proclamada el 5 de febrero pasado, tiene como toda ley, claros y oscuros, aciertos, avances y un rico contenido social, pero también una redacción en parte difícil de seguir, algunas reiteraciones y ciertamente no es una obra de alta literatura, todo lo que quieran, pero es la expresión de un congreso que de acuerdo con la reforma constitucional que le dio vida, es el representante del pueblo soberano de la capital del país.
Su contenido en su conjunto significa un quiebre en la trayectoria que el derecho constitucional mexicano seguía a contracorriente de la opinión popular durante los gobiernos del neoliberlismo, de Carlos Salinas a nuestros días. Todas las reformas de este largo y oscuro periodo han sido favorables a los grandes negocios, contrarias al interés de la gente y redundan en el desmantelamiento de la legislación social.
Las reformas han sido: la judicial para abrir la puerta a la represión y la mano dura; la hacendaria destinada a instituir el terrorismo fiscal; la laboral, que restringe derechos y libertades de los trabajadores; la educativa, encaminada a reprimir a maestros y pavimentar el camino a la privatización de la enseñanza, y la peor de todas, la energética, mediante la que se entrega el patrimonio nacional a las empresas extranjeras y se renuncia a las áreas estratégicas de nuestra economía.
La Constitución de la capital es un primer paso en otro sentido, es una corrección del rumbo, una bocanada de aire fresco; su valioso contenido es la vuelta al camino de la justicia social y la igualdad de oportunidades, el retorno al principio que propone tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Eso no les gustó, la combaten y pretenden detenerla para que no entre en vigor.
Al principio con críticas abiertas o veladas; en seguida, con una batería de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad que resolverá la Suprema Corte de Justicia de la Nación y ahora con una práctica amañada, carente de ética, apresurando decisiones contrarias a su texto desde los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Ciudad de México.
El Ejecutivo la contradice mediante la promoción y autorización de obras sin consulta a los vecinos, sin considerar los efectos al vecindario y al entregar espacios públicos a negocios privados. El Legislativo está peor: a contrapelo de lo que la Carta Magna citadina expresa, sin un debate abierto y amplio, apresura la aprobación de leyes contrarias al articulado constitucional ya aprobado, pero en espera del plazo para su entrada en vigor.
Una de estas leyes, promovida desde el Ejecutivo local, apuesta a que ciudadanía y autoridades se encuentren ante hechos consumados cuando concluya la vacatio legis. Se trata de un proyecto de nombre pretencioso y ridículo, Ley de sustentabilidad hídrica, que pretende autorizar la comercialización del agua y regularizar el tandeo a 50 litros diarios por persona; también pretende autorizar concesiones y contratos a largo plazo en favor de particulares y pone el interés privado por encima del interés común.
Otra pieza legislativa a la que se pretende dar celeridad es el Programa general de desarrollo humano, cuya pretensión es abrir la puerta al cambio masivo del uso de suelo urbano, elevar los niveles permitidos y aprobar la llamada transferencia de potencialidades
, que no es otra cosa que autorizar edificios de muchos pisos en lugares permitidos y luego usar los mismo permisos en barrios y zonas diferentes.
Los vecinos organizados, buenos funcionarios como la delegada de Tlalpan, han podio detener el proyecto de avenida Chapultepec y el pegote de Patio Tlalpan; hoy el reto es mayúsculo, se trata de frenar el fraude a la Constitución a partir de leyes ordinarias contrarias a su espíritu y a su texto expreso.