Opinión
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Centenario de Juan Rulfo
Las escondidillas que jugó Rulfo
E

n 1969, Juan Rulfo era ya fantasmal pero aún no era un fantasma. Darle la mano, tocar la piel casi transparente de sus dedos, me daba la sorpresa de saberlo vivo cuando lo encontraba acurrucado al fondo de una librería, tembloroso y pálido, confundido como un camaleón entre los libros, fumando un Delicado tras otro, rumiando sus propias ausencias y contando, a quien quisiera escucharlo, sus viajes en un Dodge a través de la República: la travesía del Istmo de Tehuantepec, el viento que todo borra, los millares de huesecillos calcinados por el sol en el desierto de Chihuahua, últimas huellas del sueño de innumerables chinos, quienes hicieron el viaje hacia la tierra prometida de Estados Unidos y fueron abandonados por los traficantes de hombres a las orillas del río Bravo, del lado de la frontera mexicana.

Desde finales de ese año y a lo largo de casi todo 1970, asistí a las sesiones semanales del Centro Mexicano de Escritores dirigidas por Francisco Monterde. Presidente de la Academia de la Lengua, se le veía sonrojarse durante las sesiones frente a la franqueza de ciertas expresiones de Salvador Elizondo que él recomendaba velar con eufemismos. Sentado a la cabecera de la mesa de reuniones, Rulfo y Elizondo, sus dos asesores, se instalaban a cada lado suyo. A su derecha, Juan abría con sus manos nerviosas los envoltorios de aspirinas que consumía acompañadas de tazas y tazas de café. Con la vista baja, la cabeza hundida entre sus hombros, Rulfo guardaba silencio, casi ausente, durante la mayor parte del tiempo. De pronto, tomaba la palabra: con una voz neutra, sin expresión, se ponía a hablar. Mezclando anécdotas de una novela con las de un lejano pariente de Jalisco, nos perdía en la aridez de sus palabras, con un discurso interminable que le permitía platicar sobre todo con él mismo.

A partir de la tercera semana, Juan comenzó a ofrecerme, en secreto, casi a escondidas, una florecita amarilla que cortaba en el jardín del Centro.

Al salir del Centro Mexicano de Escritores, Salvador y yo nos dirigíamos sea a un café, sea a su departamento del parque México. A veces, Esther Selligson, Montemayor y Pacheco venían con nosotros. Rulfo nos seguía como una sombra. Juan quería a Salvador y admiraba su donjuanismo de la época, pero no podía dejar de murmurar: ¿Para qué quieren varias mujeres, si no pueden mantener una sola?

Al despedirnos de Salvador, Juan me acompañaba al departamento donde yo vivía con David Huerta y nuestra hija Tania. Lo escuchábamos hablar durante horas, a veces con nosotros, las más veces con él. De las llantas Goodrich Euskadi, que vendió en una época. En ocasiones, casi dejábamos de escuchar su murmullo, distraídos. Pero, de pronto, dejaba las extenuantes descripciones de desiertos. Su discurso se volvía deslumbrante, asombroso.

Una noche, cuando Elizondo contó del cambio brutal que sufrió cuando sus padres salieron de Alemania al principio de la guerra, Rulfo recordó el internado donde lo educaron: A los otros les daban la misma merienda: chocolate, dos panes, un huevo. A mí, seis panes. Le pregunté, ¿por qué? Nunca supe. Era así. Para Rulfo el mundo era inexplicable. Y los vivos como los muertos que poblaban su mundo eran inexplicables. Debo haber tenido unos seis años cuando mi hermana me dijo que me metiera en un cofre y me callara porque íbamos a jugar a las escondidillas. Me quedé ahí mucho tiempo, en la oscuridad. Oí ruidos y gritos, pero no me moví. Estaba muy contento porque no me encontraban. Luego, todo quedó silencioso y me dormí. Me desperté hambriento y decidí salir del cofre. Todos dormían en el suelo. Quise despertarlos pero no se movían. Se habían cansado de buscarme, no me encontraron, yo gané. Después, me explicaron que era la guerra cristera, que no dormían. No entendí. Las cosas no tienen explicación.

Lo vi en París. Alguien me preguntó por qué me había ido de México. Rulfo intervino con viveza: Vilma está de viaje. Es una gran viajera.