rump nos tiene exhaustos; no tanto por sus órdenes ejecutivas que vaya que tienen lo suyo, sino por sus veleidades y oscilaciones, todas ellas cargadas de incertidumbres potenciales y globales, así como de capacidades destructivas. Nos ha obligado a asumir la existencia de una geopolítica que condiciona, determina vidas y haciendas y hasta el propio movimiento glaciar de la geoeconomía. Y de esto sabemos mucho y sospechamos más los mexicanos, los únicos vecinos subdesarrollados de la magna potencia imperial que insiste en dominar y mandar en el mundo.
Pero lo que con toda evidencia ha logrado la trumpamanía es llevarnos a olvidar algunas de nuestras carencias, sean o no estructurales. Tal es la desproporción entre los vecinos, que estos soslayos más bien remiten a operaciones individuales y grupales de amnesia defensiva, para evitar ver la inminencia de la amenaza. Más grave aún es que hemos extendido esta sublimación a nuestras propias y nada imaginarias urgencias.
En primer y decisivo término está la desigualdad. Omnipresente hipoteca histórica; lastre en nuestra vida cotidiana; abismo en y entre los ingresos y riquezas, en las pautas de acceso a los bienes públicos, mínimos indispensables para una vida en común digna y segura.
Lo peor es que, como lo han mostrado estudios e investigaciones rigurosas, esta desigualdad no sólo es económica y social sino que se expresa y vincula con la pobreza masiva, la falta de movilidad individual y social ascendente, la corrosiva pérdida de la cohesión social. Y, desde luego, en la funesta combinación de impunidad, corrupción e inseguridad colectiva que ya inunda nuestras experiencias y perspectivas personales.
La raigambre estructural de esta combinatoria está postulada y argumentada aunque no totalmente. Basta referir al lector a los hallazgos sobre desigualdad y pobreza de Fernando Cortés y sus colegas del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo (PUED) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a los realizados en El Colegio de México por Patricio Solís y sus compañeros o en el Centro de Estudios Espinosa Yglesias por Enrique Cárdenas, Roberto Vélez y Julio Serrano, entre varios más, para caer en la cuenta de un conocimiento acumulado y disponible notable. Lo mismo podríamos decir de las incursiones que desde el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) realizan sus investigadores en materia de medición de los ingresos y sus distribuciones o de las que llevan a cabo los equipos de investigación del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
En conjunto, hoy podemos decir que nunca habíamos sabido tanto de nuestra histología, morfología y rostros sociales. En contraste con este cúmulo de conocimientos rigurosos sobre nosotros mismos, resalta la insuficiencia de nuestras acciones y compromisos políticos y comunitarios. Y, sobre todo, el persistente recurso a la amnesia
, cuando no desprecio militante, que sobre éstos y otros temas lacerantes los partidos y sus legisladores han convertido en práctica común y generalizada dentro y fuera de sus respectivos foros de debate y reflexión.
Estos desprecios, no hacen más que complicar nuestro escenario y territorios: reproducción de bandas armadas dedicadas a la barbarie; jóvenes siempre en punto de fuga hacia la criminalidad organizada; campesinos y colonos que toman autopistas y armados encaran y disparan contra las fuerzas del orden, cuyos jefes apenas han descubierto el robo sistemático en los ductos de Petróleos Mexicanos (Pemex), ahora puestos en subasta y hasta en venta.
Carrusel destructivo frente al cual nuestra República, entendida como comunidad y voluntad políticas, no parece contar sino con malos chistes, banalización del temor y del terror, comercialización de la tragedia y la miseria humanas, triquiñuelas baratas e infames contra el adversario. Y sigue.
Polvos de aquellos lodos, cuando la picaresca daba puntos y hasta se convertía en virtud. Tiempos idos que no volverán.
¿Nos hacen falta las veleidades de Trump?