omentémoslas una vez más. Así sea brevemente. Hay dos nuevas características delicadas en la economía estadunidense. Una primera, la enorme dificultad para que, en cada fase de crisis la tasa de desempleo recupere los menores niveles previos. Y es que al hablar de crisis inmediatamente hablamos de más desempleo. Registrado incluso de forma acelerada, abrupta, violenta. De una tasa de 4.4 por ciento a comienzos de 2007 hasta una tasa de 10 por ciento a finales de 2009. En febrero de 2017 apenas 4.7 por ciento. Más de siete años para llegar a esa tasa.
Todavía hoy mayor que la previa a la crisis. Y una segunda, la cada vez más extensa duración media del desempleo. Duración incrementada por la crisis y disminuida luego de ésta, pero a periodos mayores a los previos a la crisis. De 16 semanas en promedio a mediados de 2011 hasta 41 semanas a mediados de 2011. En febrero de 2017 apenas 25 semanas. Casi seis años para ese todavía muy alto promedio. Impresionantes expresiones de la más reciente crisis. Pues bien, son dos características que permiten afirmar que los trabajadores estadunidenses y, acaso con más fuerza, los inmigrantes (en este caso ambas tasas son más exacerbadas en sus efectos) viven una angustia laboral creciente. Pero hay más. Se agregan dos más. Tremendas. Angustiantes. Ya propias del desarrollo actual. La tercera, entonces, la cada vez menor participación de las remuneraciones en el producto (PIB). Y la cuarta, la tendencia a la baja relativa del salario real, con una evolución siempre inferior a la de la productividad.
Veámoslos con detenimiento. En datos anuales las máximas pero irrepetibles participaciones de las remuneraciones a los empleados en el producto se ubican en 51 por ciento. Justamente en los años 1953 y 1970. Como contraparte, la participación de la suma del llamado excedente bruto de explotación (ingreso bruto de empresas financieras y no financieras) de los impuestos netos de subsidios (ingreso gubernamental) y de los denominados ingresos mixtos (ingreso de pequeños empresarios donde se mezclan compensaciones e ingresos de empresas) resulta menor. Justamente de 49 por ciento. Pues bien, si pese a las pequeñas variaciones registradas de 1948 a 1974 reconocemos un promedio del orden de 50 por ciento para las compensaciones de los empleados entre 1947 y 1974, de 1975 a la fecha no encontramos ningún periodo en el cual esta participación pueda –con cierta lógica– promediarse. ¿Por qué? Porque desde 1975 ha caído continuamente.
Cierto, ha habido altas y bajas. Pero –reiterémoslo– en el marco de un descenso persistente. ¿Cuál es la participación actual? Levemente inferior a 45 por ciento. Pero el promedio de los pasados cinco años es apenas superior a 43 por ciento. Llegó a 42.2 en su participación anual en 2013. En buen romance esto significa que las compensaciones de empleados en el vecino país han perdido –en promedio– no menos de siete puntos porcentuales. ¡Es mucho! ¡Muchísimo! ¿Cuánto en dólares actuales al año? Ni más ni menos que un millón 300 mil millones de dólares estadunidenses de hoy. Más que el PIB de México, que actualmente es del orden de un millón 100 mil millones de dólares, poco menos que esa pérdida anual de los trabajadores de la economía vecina.
¿Se imagina el deterioro secular de la capacidad adquisitiva de los trabajadores vecinos? Un análisis más detallado nos conduciría a analizar esta participación en relación con el volumen de empleados –no migrantes y migrantes– entre los que se distribuye esta compensación. A reservas de hacerlo en algún momento –siempre tareas pendientes, sin duda– conviene preguntarse en qué nivel de participación se va a detener este indicador. ¿En cuál? ¿O acaso ya se detuvo el descenso de esta participación? ¿Podría volver a elevarse? Es cierto –lo comenté hace algunas semanas– que los últimos cuatro trimestres se ha registrado un incremento de dos puntos porcentuales. Difícilmente seguirá esta tendencia.
Las dificultades de la economía vecina –la reseña de ayer en La Jornada presentada en la contraportada es contundente a este respecto– no permiten abrigar ilusión de una mejoría salarial. Terminemos con el cuarto indicador de la serie que trato de agrupar. Me refiero a la baja relativa del salario real, cuya evolución histórica se caracteriza por ser siempre inferior a la evolución de la productividad.
¿Datos? Tomemos dos indicadores del llamado Sector no financiero de la economía. Veámoslo desde 1949: 1) la compensación real por hora trabajada; 2) el producto real también por hora trabajada. La compensación real por hora trabajada en el sector no financiero se elevó una y media veces de 1947 a 2016. De un Índice 100 en el primer trimestre de 1947 a un Índice 250 en el último trimestre de 2016. En cambio, la producción real por hora trabajada subió tres y media veces. También de un Índice 100 en el primer trimestre de 1947 a un Índice 450 en el último trimestre de 2016. Casi al doble. Las compensaciones crecen a 2 por ciento como tasa media al trimestre. La productividad (evaluada con ese indicador señalado) a 2.2 por ciento en la misma tasa. Si nos concentramos en un periodo más reciente, por ejemplo del primer trimestre de 2000 al último de 2016, las tasas muestran el mismo comportamiento.
Crece más la productividad que el salario. Pero lo cierto es que el salario real sólo creció 10 por ciento en términos reales en esos 17 años, mientras la productividad creció 28 por ciento. Esta es, entonces, la cuarta característica secular de la economía vecina. Un crecimiento inferior del salario respecto de la productividad, que no permite pensar en mejorías sustantivas. Sí, en cambio, en deterioro relativo creciente.
Así, considerando los cuatro indicadores presentados, no podemos menos de afirmar que, efectivamente, el clima laboral de la economía vecina es realmente complicado para los asalariados. Incluso angustiante. Sobre todo para los de salarios medios o inferiores a los medios. ¡Qué decir de los mínimos! Esto, por cierto, nos obliga a ver los efectos por estrato salarial, aspecto que deberemos abordar en otro momento. Sin duda.