a pregunta viene al caso no porque Javier Duarte de Ochoa sea un objeto o un esclavo, sino porque es una personalidad política que en algún momento fue el más valioso activo del PRI en Veracruz, el más firme aliado exopanista de Felipe Calderón en su perversa guerra genocida y el gran benefactor de sí mismo, claro, pero también de la delincuencia organizada.
Duarte pasó de ser el empleado más abyecto de Fidel Herrera al planchador-sucesor de trapacerías. Dueño de horca y cuchillo de su entidad, fue un anfitrión espléndido de los Calderón-Zavala, a quienes apapachó mucho más allá de lo que dicta la cortesía institucional, según consta en centenas de imágenes y decenas de videos que hoy estarán causando dolores de cabeza a los operadores encargados de limpiar Internet de vestigios incómodos. Llevó al paroxismo el modelo de concesión de la seguridad regional a los criminales, modelo que se implantó, en los hechos, durante el calderonato, y que costó al país más de 120 mil muertos y 20 mil desaparecidos.
En correspondencia Calderón estuvo perfectamente al tanto de los desvíos multimillonarios del veracruzano –él mismo lo confesó el día en que presentó a Yunes Linares, el siguiente en la serie de sátrapas– y no hizo nada porque, según él, fuimos detenidos por la maquinaria judicial, que nos prohibió seguir adelante
. Vaya. Calderón, que en el episodio del michoacanazo envió a la cárcel a muchos inocentes pero luego no encontró en todo el catálogo de facultades presidenciales ningún recurso para controlar el saqueo de las arcas públicas que perpetraba en sus narices un flagrante culpable.
La verdad es extraoficial pero pública: Calderón no actuó porque una parte de esos desvíos estaban destinados a asegurar –mediante la compra masiva de votos– una sucesión presidencial pactada entre el PAN y el PRI, y desenmascarar, investigar o perseguir al gobernado veracruzano habría implicado atentar contra el eslabón más delicado de la impunidad transexenal.
Desde luego, Duarte de Ochoa fue soldado incondicional de su propio partido cuando éste se propuso recuperar la presidencia que le había cedido en préstamo a Acción Nacional. El entonces candidato Enrique Peña Nieto no tuvo reparo en elogiarlo, junto con otras alhajas tricolores –César Duarte, Roberto Borge–, como representante de la nueva generación de priístas
que habría de dejar atrás las miserias históricas de esa organización política.
Una vez instaurado a la mala, el peñato retribuyó a Duarte con recursos millonarios (algunos de ellos, entregados por Alfredo del Mazo, quien ahora jura que no es su amigo, por más que lo haya llamado así de manera pública) y con plena tolerancia a las atrocidades que el Poder Ejecutivo de Veracruz permitía o perpetraba. Si Duarte se mantuvo casi hasta el final de su periodo, ello fue posible gracias al empecinamiento del gobierno federal priísta en mantenerlo en el cargo. Y cabe preguntarse cuántas fosas clandestinas y cuántas arcas institucionales saqueadas le habrían ahorrado a los veracruzanos si hubiera actuado con un mínimo decoro y un poco de apego a la legalidad.
Pero la pudrición causada en la entidad costeña por su gobernador fue de tal magnitud que acabó por descomponer la propia figura del gobernante hasta el punto en que a la Presidencia que lo protegía y a los poderes fácticos a los que beneficiaba les resultó imposible mantener aquella alianza por más tiempo. Inició entonces la operación de lavado de manos, desinfección de muebles y deslindes políticos. Miguel Ángel Yunes, hombre tan escrupuloso como su antecesor, quien ostenta una más añeja pertenencia al régimen (en cualquiera de sus patentes electorales) y es por ello viejo conocedor de sus mañas, urdió un plan genial: ya que Duarte había llevado tan lejos las prácticas delictivas y corruptas del grupo en el poder, había que volverlo depositario de toda la inmundicia y convertirlo en un arma arrojadiza en contra de la verdadera oposición. Toda una arma bacteriológica.
Así, el año pasado Yunes Linares inventó que Duarte financiaba las campañas políticas del Movimiento de Regeneración Nacional, y echó a andar la calumnia con gran bombo mediático y ninguna prueba sólida. A lo que puede verse, el peñato le compró la idea. La milagrosa localización y la captura pascual de Duarte en Guatemala apunta a un doble propósito: por una parte, aparentar que algo –aunque sea algo– se hace para combatir la corrupción y, por la otra, usar al ex gobernador en desgracia como un misil de lodo en contra de López Obrador. El arma podría llamarse Desafuero II.
Ahora falta que la sociedad les crea.
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