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Soluciones fáciles para problemas difíciles
L

as medidas que algunas instituciones internacionales, presuntamente ocupadas de fomentar el desarrollo, recomiendan en sus documentos, a veces sorprenden por su simpleza. De un organismo dedicado a hacer análisis elaborados y profundos cabría esperar pautas de acción originales, orientaciones inéditas, y no conclusiones tan básicas como que la mejor vía para eludir la desnutrición es comer bien o que para fomentar la buena salud no hay como evitar las enfermedades.

El reciente informe del Banco Mundial (BM), Repensar la infraestructura en América Latina y el Caribe–Mejorar el gasto para lograr más, se inscribe en esa categoría de trabajos que realizan laboriosos análisis para terminar en conclusiones obvias.

La inversión de capital en infraestructura es motivo, año con año, de largas discusiones en el seno del gobierno, y el porcenta-je del producto interno bruto (PIB) que debe destinarse a esos fines, motivo de ar-duas deliberaciones. Es verdad que se insiste en la necesidad de ejercer mayor gasto para apuntalar la economía del país y detonar el crecimiento, pero también es cierto que especialistas de dentro y fuera de la esfera gubernamental han hecho notar, en años recientes, que no es preciso que el gobierno gaste más en ese rubro, sino que lo haga con mayor destreza, eligiendo mejor las áreas y los proyectos en los que invierte. La observación también le viene a la medida al capital privado, pero en tal caso es un asunto que compete a los inversores; en cambio, cuando se trata de capital público la cuestión tiene una relevancia más amplia, porque el Estado está haciendo uso nada más ni nada menos que del dinero de sus contribuyentes, es decir, de cada uno de nosotros.

Sobre este particular, el comentado informe del BM destaca la importancia de que la inversión pública en infraestructura sea lo más eficiente posible, como si algún inversionista (público o privado) se planteara de antemano invertir mal. Desde luego que no omite señalar algunos elementos técnicos a tener en cuenta, pero en esencia, el corolario de su análisis es una tautología del tipo si un gobierno está haciendo las cosas bien, es que está haciendo bien las cosas. Y esto es así porque la raíz del problema se encuentra en un terreno ajeno a la economía, y el BM es consciente de ello.

En México, el Programa Nacional de Infraestructura 2014-2018 anunciaba propósitos elogiables: se trataba –dice el texto– de detonar la actividad económica y la generación de empleos para apoyar el desarrollo de infraestructura con una visión de largo plazo. Al menú del programa se agregaron luego el proyecto de construcción del Nuevo Aeropuerto de Ciudad de México y la extensión de la red del Metro capitalino, con lo que la política de inversión en la materia recibió un considerable espaldarazo. Y con todo, los índices de infraestructura física acumulada han ido a la baja, pese a que la inversión fija bruta total se ha incrementado.

La explicación de por qué los proyectos de mejora en la infraestructura no fructifican debe buscarse –una vez más– en los brumosos senderos que recorren los procesos de licitación, asignación y realización (cuando es el caso) de las obras, los diferenciales que suelen resultar entre los costos previstos y finales de cada trabajo, y a veces la desaparición de recursos pertenecientes a obras que ni siquiera llegan a construirse. En una palabra, en la corrupción.

Es posible que cuando el documento del BM apunta que muchas de las causas que explican la ineficiente inversión en infraestructura tienen factores exógenos al sector, quienes lo elaboraron hayan tenido en mente precisamente este elemento, que como un virus se replica tenazmente en los distintos organismos ligados a la gestión de la cosa pública.