odos aquellos que presumen de ser modernizadores se topan, con frecuencia inusitada, en el espejo de su arraigada fe neoliberal. A esta exquisita minoría, la de alto rango, les disgusta el prefijo neo y sólo aceptan ser liberales. Su reciente prosapia arranca de los años 80, cuando se encaramaron en la cima decisoria del país. Ahí, arriba, absorbieron la disputa por el respeto en juego con su autocelebrada responsabilidad adjunta. La militancia partidaria, a la mayoría, les incomoda, aunque ciertos de ellos, en efecto, han llegado a dirigir alguna de esas agrupaciones. Con fatua y relajada suficiencia, lanzan sus condenas a todo aquello que, ante su escrutadora y serena mirada, intente volver al pasado. Ellos sólo ven al futuro y lo describen brillante, colorido, hasta cercano. Sólo piden un poco de paciencia, a partir de la confianza que transpiran, para acercar, a los incrédulos, tan huidizo paraíso. Son, de acuerdo con sus indisputables veredictos, una concreción de la razón eficiente. El alcance de su pragmática visión llega a los mero confines de la abundancia. El bienestar colectivo no les ocupa en demasía, pero, a veces, sólo a veces, hablan de ello. Es la desigualdad lo que les da comezón. Su valioso tiempo se consume en predicar las supremas leyes del mercado y el control de los fundamentales macroeconómicos. El mundo en que operan es el de la competencia (competitividad la apodan) y la impasible parsimonia ante las urgencias vitales de los de abajo.
Ante perfumada concurrencia reciente, un selecto grupo de modernizadores oficiaron su reciente festival concientizador. Lo disfrazaron, a medias, como convención bancaria acapulqueña. Pero en el fondo pretenden exorcizar un nebuloso fenómeno actual aunque todavía nebuloso para ese auditorio: lo llaman populismo. La intención no manifiesta trató de unificar posturas para satanizar a una figura pública que se envuelve, según estas premoniciones, en el populismo: AMLO, como su purificada encarnación. Esa indefendible e irredenta opción que, sin embargo y hasta ahora, es la preferida por los futuros votantes del país.
La argumentación más socorrida por los modernizadores y su abrumador aparato de persuasión que los secunda se apoya en una corta y endeble maraña de supuestos. En verdad son pleitos conceptuales a modo. AMLO, por casi decreto verbal, es retrógrado, maniqueo, irresponsable y mesiánico. Su reiterada promesa insisten en revestirla de poses mágicas para mirar atrás, una intentona de volver a un pasado idílico. Ese tiempo ido que, sostienen los populistas, ha sido manoseado por entreguistas negociantes. La añoranza surgida por un Estado que lo abarcaba todo. Postura engañosamente revolucionaria en boga durante trágicos años del siglo pasado concluyen. Su reciente libro así lo revela y afirma, le alegan orondos. Los modernizadores, en cambio, ofrecen leyes, esforzado trabajo, decisiones dolorosas y sacrificios necesarios a cambio de un crecimiento modernista que siempre escatiman.
De manera independiente a tan elevada discusión entre los modernizadores y sus acólitos, la realidad se acomoda y discurre por distintos senderos. El neoliberalismo, como abarcante postura de la actualidad gubernativa, deja firmes huellas de dolor humano, privaciones cotidianas, concentración de riqueza e ingresos, inseguridad galopante y terrible desigualdad creciente. No hay país bajo control de este tipo de modernizadores que se libre de esas dolencias. Es ahí, muy a pesar de los estigmas lanzados desde arriba que, en el seno de esas sociedades afectadas, sea donde florecen las censuradas ideas y líderes que las encarnan. Pero también surgen populistas de una clase distinta a la satanizada por el oficialismo modernizante.Y aparecen a pesar de estigmas y amenazas. Es un populismo que atiende y se empapa de las necesidades y anhelos, de los sufrimientos y los olvidos que los modernizadores van dejando en el camino de sus autocelebraciones. Es un populismo justiciero, transformador, honesto y, sin ironías al canto, modernizador de instituciones.
Los modernizantes del oficialismo se sienten de élite, bien arraigados en las instituciones y organismos de corte económico y, sobre todo financiero, donde monopolizan, por ahora, todo sitial disponible. Pero esos mismos sufren de notoria esquizofrenia al toparse con la democracia. Acuden, presurosos, en cínico tropel, a trampear los procesos electorales. En especial aquellos que pudieran no favorecer sus intereses políticos y sus masivos negocios personales, de grupo o familia. Es el caso del estado de México. No quieren dejar tan inmenso botín a la deriva. Lo quieren, apasionadamente, para ellos mismos, tal y como lo han usufructuado los pasados ochenta años. Faltará ver cuál será el veredicto de las atropelladas urnas.