ajo una fuerte y sostenida presión política y deliberativa mediática del alto mando castrense, el Congreso mexicano discute sendas iniciativas que buscan dotar de un marco jurídico ad hoc la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, funciones que la Constitución define como propias de las policías. Entre ellas, la prevención e investigación del delito; la detención de infractores de la ley; el aseguramiento de la escena del crimen y la evidencia; recoger testimonios; realizar peritajes penales, e instalar retenes para inspeccionar bienes y personas.
Los amanuenses promotores legislativos de esas iniciativas anticonstitucionales plantean, también, autorizar a los militares hacer uso de cualquier método de recolección de información
, lo que potenciaría las acciones de inteligencia (espionaje de teléfonos móviles y fijos, vigilancia cibernética, etcétera) sobre toda la ciudadanía y legalizaría
la práctica común de los apremios ilegales y la tortura.
En virtud de la amplia autonomía que les brinda su especialización y el monopolio de jure y de facto del máximo poder coercitivo del Estado (el control de los medios de fuego), y del empoderamiento político alcanzado por las corporaciones militares desde el gobierno de Vicente Fox, el cabildeo de los titulares de las secretarías de Defensa y Marina ha logrado imponer como eje de la discusión el concepto de seguridad interior
, una categoría difusa nunca antes regulada e introducida bajo una lógica de seguridad nacional impuesta por Estados Unidos al calor de la guerra a las drogas
(una misión de estricta naturaleza policial), que define al enemigo interno
(el narcotráfico como sustituto de la subversión comunista), y que al amparo de gobiernos entreguistas ha venido acotando los mandatos constitucionales sobre la misión clásica de defensa exterior de la Federación: la defensa nacional y la preservación de la soberanía e integridad territorial.
La iniciativa del diputado priísta César Camacho define las acciones de orden interno
como aquellas orientadas a prevenir amenazas
a la seguridad interior en una zona geográfica del país, e incluye la instalación de puestos de vigilancia y de reconocimiento, patrullajes, seguridad en instalaciones estratégicas y las demás que se consideren necesarias
, lo que indica una flexibilidad absoluta y abre la posibilidad de mayor militarización.
A su vez, la ambigua definición sobre la salvaguarda de la continuidad
de las instituciones
del Estado abre la puerta a la intervención militar en todo aquello que de manera discrecional sea considerado un peligro
para la seguridad interna por el presidente de la República, incluidos el control de la disidencia política y la protesta social. Se contempla, también, que los militares podrán contrarrestar la resistencia no agresiva
con el uso de la fuerza y armas.
En su lógica inicial, aunque ilegal y con base en un estado de excepción de facto, la guerra
a las drogas de Felipe Calderón era una medida extraordinaria que debía ser temporal. Diez años después, la intervención militar en la represión del delito de narcotráfico ha resultado un fracaso. Según justificó el general Salvador Cienfuegos, los militares no estudian para perseguir delincuentes
. Pero además, como dijo su antecesor en la Secretaría de Defensa, Guillermo Galván, la preparación castrense es para el ataque, no para la disuasión
. Eso explica el elevado índice de eventos de letalidad perfecta
(de combates donde sólo se registraron muertos y ningún herido) y exhibe la actuación sistemática de las fuerzas armadas en la comisión de ejecuciones extrajudiciales y el exterminio de presuntos delincuentes vencidos, muertes sobre las cuales se levantaron muy pocas averiguaciones previas.
Lo que realmente está en juego es el modelo de militarización del combate a las drogas, que ha devenido catástrofe humana: más de 200 mil muertos y 36 mil desaparecidos. De mantenerse ese modelo, significaría seguir postergando el fortalecimiento de las instituciones civiles del Estado y las policías, y profundizaría la militarización permanente de la seguridad pública y la vida nacional. La abdicación del Estado en su obligación de garantizar esa tarea que corresponde al ámbito civil, sería dar un paso más hacia un régimen discrecional y autoritario de nuevo tipo, sin los contrapesos de los poderes Legislativo y Judicial, y abierto, por tanto, a mayores arbitrariedades y flagrantes violaciones a los derechos humanos.
La formulación de una ley que legalizaría la actuación militar en tareas de seguridad en las que no están capacitados –y que ha generado desgaste dentro de las corporaciones castrenses− podría llevar a la toma de peligrosas decisiones de coyuntura, con el agravante de que, debido a que todo dato sobre seguridad interior
se mantendría bajo reserva y discreción, se blindarían las responsabilidades y la rendición de cuentas de los militares –a las que están sometidos el resto de los servidores públicos−, al tiempo de que se difuminarían las posibilidades de control civil y ciudadano, transparencia y escrutinio público.
De hecho, en su función de policía militarizada orientada a enfrentar amenazas internas, las fuerzas armadas casi nunca proveen información detallada a los legisladores. Así ha ocurrido en casos como el de los niños Almanza, los estudiantes del Tecnológico de Monterrey, Tlatlaya, Iguala, Tanhuato, Nochixtlán y Tepic. Por lo que no se ejerce una cabal supervisión parlamentaria, limitándose el Congreso a aprobar el presupuesto castrense sin intervenir en su elaboración ni ejercer un control sobre el gasto. A ello se suma la falta de fiscalización sobre la variable mercenaria
del Ejército y la Marina, gracias a los recursos extra que llegan como parte de los programas de entrenamiento y cooperación
de Estados Unidos, incluidos los de la Iniciativa Mérida. Urge, pues, acotar la acción deliberativa de los mandos y el regreso de los militares a sus cuarteles.