Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de marzo de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Amor a la naturaleza
D

espués de un más bien largo silencio, Clarisa Landázuri vuelve con sus (me temo que lejos de bravas pero siempre acertadas) objeciones en La Voz Brava.

Ahora, con una cuestión que no sé si es burla o simplemente azoro, pero con su consecuente y acertada reflexión.

Según esto, al bajar a la ciudad a visitar a su hermana, en la vieja casa de familia que, como primogénita, ella heredó, presenció cuando un vecino recién llegado al barrio, llamó a la puerta y, con un tono más grosero que agresivo, incluso con los puños cerrados, primero, y sin siquiera presentarse, les advirtió a las dos hermanas y después las amenazó con recurrir a La Ley si no resolvían el problema que venía a exponerles. Quería obligarlas ya fuera a permitir que él podara –con el gasto cubierto por ellas, por supuesto– las ramas de los árboles y las plantas que asomaban del jardín de ellas a la suya, por encima de la barda divisoria entre ambas casas.

Al ver que su hermana y ella misma lo miraban atónitas, él pareció aquietarse en parte y ofreció alternativas menos tajantes a la inquietud que, por culpa de ellas, a él le quitaba el sueño y le alteraba la digestión.

Así, les propuso, ya fuera subir su barda, o bien, pagarle a él una mensualidad (elevada) para que él se encargara de hacer barrer las hojas de los árboles vecinos que diariamente caían a su jardín y lo invadían de semejantes escombros, desperdicios y, en pocas palabras, basura.

Cuando la hermana de Clarisa salió de su azoro y pudo responder, pero sin invitarlo a sentarse, le dijo al vecino que, en primera, aunque ella no sabía de ninguna ley que avalara las reclamaciones del vecino, en vista de que él le proponía otras soluciones, ajenas a ninguna ley, al para él desquiciante conflicto, ella estaría de acuerdo en subir su barda y, si aun así se suscitaba la diaria aparición de hojas de bambú y demás muestras de la naturaleza en el jardín de al lado, o el desbordamiento invasor de la hiedra o de alguna planta, que ella estaría de acuerdo en pagarle determinada (aunque elevada) cantidad mensual para que él se encargara de hacer barrer la basura indeseable, lo que fuera con tal de que las relaciones entre vecinos adquirieran o recuperaran y mantuvieran un estado óptimo.

Después de pagarle lo que según el vecino él tenía derecho de cobrarle, la hermana de Clarisa lo despidió en la puerta y las dos respiraron hondo antes de sentarse alrededor de una mesa de madera (tratada para confrontar sin daño la intemperie) en la terraza, bajo una sombrilla y ante los dos jugos de mandarina que la hermana de Clarisa había preparado para la visita, y soltarse a comentar el insólito acontecimiento que les había caído encima.

Las dos acostumbraban contarse todo entre ellas, incluyendo los sueños y por no hablar de los recuerdos. Cada vez que se visitaban parecían, más que deseosas, necesitadas de poner al tanto a la otra de cuanto hubieran vivido hasta ahí entre visitas, bueno, malo, o simplemente curioso. Eran tan cercanas y su aire de familia era tan evidente, que para otros pasaban por siamesas, separadas a tiempo y sin ninguna alteración posterior. La verdad era que, siamesas o no, cada una creía imposible vivir sin la otra.

Comoquiera que fuera, quien cortó el desconcertado silencio en esta ocasión fue Clarisa. ¿Ves por qué me fui de la ciudad?, preguntó a su hermana y, para remarcar su reflexión, le contó cómo, en cambio, ella agradecía y gozaba de la vista de los árboles vecinos alrededor de su casa-café-librería en la buena Brava, de las bugambilias ajenas que se desbordaban hacia su jardín, no sobre ninguna barda divisoria pues en Brava las fronteras entre las casas vecinas estaban sobrentendidas y se respetaban sin mayor alboroto.

En Brava no había ninguna ley que multara, por ejemplo, al dueño de la gallina de algún vecino que de pronto apareciera, gorda y negra, entre tus flores o al pie de la puerta de tu cocina; o al dueño de un enorme pavorreal que súbita pero por fortuna sólo momentáneamente se hubiera posado el día anterior en tu azotea, con el sonido subsecuente de un peso que cae, y de ahí hubiera volado con sus antenas y sus amplias alas coloridas hacia la calle, en busca de la casa de la que habría escapado y en la que sin duda querría reposar de sus aventuras transgresoras pero, en Brava, que de brava tenía poco, siempre bienvenidas.